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Opinión

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Tres agentes viajeros para su vacación

Dicen que ya empezaron las vacaciones y no se habla de otra cosa. Pero suponga usted, lector querido, que esta vez no va a salir y se quedará aquí. En el mismo lugar y con la misma gente. No se arredre, como diría el poeta, y no empaque sus ganas de viajar. Conviértase en un paseante de su propia casa, luego de su misma cuadra y al final, si se atreve, redescubra esta ciudad. Guías de turistas hay muchos, nacionales y extranjeros. Testimonios de sus viajes a la capital, una increíble cantidad, que vienen desde el siglo XVII hasta la fecha y pueden alegrar su vacación.

Para empezar, Luis González Obregón, nacido en 1865 y fallecido en 1938, que compiló un gran acervo documental para pintar un cuadro insuperable del bullicio citadino justo en el año en que se gritó la Independencia. De su libro, "México en 1810", la siguiente descripción:

“Más de cuatrocientas calles y callejones tenía entonces la ciudad de México, que ostentaban en las esquinas, y en placas de barro vidriado con negros caracteres del siglo XVIII, los nombres que les habían impuesto; y eso sí, la mayor parte eran anchas, espaciosas y tiradas a cordel. Crecido también era el número de carros que diariamente recorrían las calles, incomodando con el ruido infernal de su tráfico, cimbrando los edificios con lo pesado de sus cargas, estropeando el empedrado, y causando no poca alarma a los buenos habitantes. Los carros iban tirados por cuatro mulas, colmados de piedras, sacos de harina, tercios de azúcar, barriles de vino o pulque, y los más de una porción de vigas, y encima de ellos el conductor, que, conservando un perfecto equilibrio con las rodillas, un poco encorvado y separados los pies, con la una mano dirigía los brutos y con la otra llevaba una vara larga con su corderillo, que en el remate tenía atada una pequeña piedra, la que le servía de látigo. Los cargadores que transitaban por las calles el bendito año de 1810 conducían en las espaldas, en los hombros y en las manos, pesados tercios, largas y gruesas vigas, y grandes cazuelas de espeso y caliente mole. Imaginen al escobero picando con las puntas de los popotes a un distraído transeúnte; al vendedor de sebo untar el rostro de un meditabundo poeta con la pestilente mercancía; al vendedor de asaduras sancochadas, manchar el flameante levitón de un almibarado caballero; a la chimolera, ungir con sus albóndigas o mondongos hirviendo, la mantilla airosa de una señorita”.

En contraste, Adolfo Dollero, un italiano que tuvo la suerte de llegar a México justo un siglo después, en el verano de 1910, cuando las fiestas del Centenario de la Independencia se habían encargado de limpiarlo todo, en su libro "México al día", relata un aspecto más turístico de las cosas:

“México es un caleidoscopio. A cada momento la escena cambia radicalmente o cuando menos se modifica. Después de la cárcel de Belén, sigue una calle muy amplia con graciosas casitas de dos pisos al estilo norteamericano. Es la avenida de los Arcos de Belén. En seguida el gran edificio de la Compañía Cigarrera Mexicana, la calle Bucareli y las colonias Juárez y Roma que constituyen los barrios aristocráticos y modernos por excelencia, dignos de la más hermosa ciudad del mundo. Allí todas las construcciones son elegantes y de arquitectura muy variada: las calles son amplias, muy limpias y bien pavimentadas y fajas de jardines con arbolitos que denominan truenos corren paralelamente a las banquetas. Reina una calma absoluta, solamente interrumpida de vez en cuando por el paso de algún automóvil o de algún coche elegante. Parece un rinconcito de Europa que hubiera sido trasladado allá por un misterioso poder sobrenatural”.

Pero quizá, por ser más cercano en el tiempo, de un talante insuperable y mejor sentido del humor, Jorge Ibargüengoitia regala a sus lectores, la crónica “Esta ciudad” de 1976, que aparece en su libro "La casa de usted y otros viajes" y dice así:

“La primera impresión que tiene uno al llegar a la ciudad de México es que no existe. Quiero decir, que pasa un tiempo antes de que uno se dé cuenta que lo que ha estado viendo a la orilla de la carretera son casas. Aunque el resultado es el mismo, la impresión varía según el punto cardinal por el que esté uno aproximándose a la ciudad. Si llega uno por el sur, parece que lo que está uno viendo son formaciones geológicas; si es por el poniente que son objetos ornamentales, parecidos a unas casas; por el norte, las casas parecen montones de salitre. Pero es una impresión momentánea. Al cabo de unos cuantos kilómetros, empiezan a aparecer las primeras loncherías, los puestos de tacos y las vulcanizadoras; entonces comprende uno que ha llegado a la ciudad de México.”

Anímese lector querido. Visitar un libro en vacaciones es como tomar el tren o salir volando en un avión. No le quepa duda: lo que vemos no es lo que siempre hemos visto sino lo que somos. Los viajes son los viajeros.

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