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Tres mitos que obsesionan a Occidente
Tres mitos sustentan la frustración colectiva de los líderes políticos centristas occidentales, que durante mucho tiempo han dado por sentada su hegemonía. Cada mito es peor que erróneo, y desacreditarlos es un paso necesario, aunque insuficiente, para darle sentido al presente.
ATENAS. Si una élite actúa con confianza, refleja que el régimen que dirige es viable. Hoy, las élites a ambos lados del Atlántico actúan de cualquier manera, menos con confianza. A lo largo del último año, han estado pellizcándose a sí mismas por no poder creer que las cosas hayan salido como lo hicieron.
En los Estados Unidos, los centristas están sorprendidos de que las masas se muestren tan ingratas de los éxitos económicos del presidente Joe Biden como para gravitar hacia Donald Trump. En Europa, las apabullantes victorias de distintas variedades del trumpismo a expensas de íconos liberales como el presidente francés Emmanuel Macron y los Verdes alemanes han causado un desaliento similar.
En todo el mundo occidental, el fracaso de las draconianas sanciones para mellar la economía rusa y la resiliencia de las compañías tecnológicas chinas de cara a severas sanciones están generando una mezcla de nihilismo y patrioterismo. Tres mitos subyacen a la frustración colectiva de los centristas occidentales que una vez dieron por supuesta su hegemonía.
El primer mito es que el centro político es, por definición, el mayor enemigo de la extrema derecha. El segundo es que existe un agente representativo, que algunos dicen que es el “votante promedio”, que decide las elecciones. El tercer mito es que las sanciones y aranceles aduaneros evitarían el progreso de Rusia y China por su dependencia de la tecnología, el capital y los sistemas de pago occidentales.
Cada uno de estos mitos es peor que erróneo; en conjunto, son un gran engaño. Desarmarlos es un paso necesario, aunque insuficiente, hacia la correcta interpretación del momento actual.
Partamos con el mito del potente choque entre el centro y la extrema derecha, preguntando: ¿habría ocurrido el ascenso de Macron desde la nada hasta convertirse en presidente francés si Marine Le Pen y su Frente Nacional (como era conocido en ese entonces) no hubiera sido un contendiente fuerte? Sin duda que no. Pero ¿se habría convertido alguien como Le Pen en un rival importante si alguien como Macron estuviera implementando políticas que favorecen a los que ya son ultrarricos (a través de recortes tributarios y una masiva impresión de dinero), permitiendo al mismo tiempo que la austeridad le pasara una enorme factura a al menos la mitad de la población? Nuevamente, no.
Si bien no hay dudas de que Macron y Le Pen se detestan entre sí (de manera muy parecida a los demócratas y Trump en EU), su poder es simbiótico. La política del centro político de socialismo de Estado para unos pocos y austeridad para el resto alimenta a la derecha neofascista, cuyo ascenso retroalimenta la enfática afirmación del centro de ser el único baluarte contra el neofascismo.
Consideremos ahora el mito del ingrato votante medio que socava imprudentemente el robusto repunte pospandémico de las economías occidentales. Los únicos que se sorprenden del colapso político de Macron, o que culpan a las masas estadounidenses por no apreciar el bienestar económico que Biden les ha dado, son quienes viven en un mundo de hojas de cálculo de estadísticas per cápita y datos macroeconómicos. Para ellos, un punto decimal de crecimiento del PIB por aquí y un punto porcentual de disminución del paro por allá hacen toda la diferencia.
En 1992, el mantra de la campaña de Bill Clinton era “¡Es la economía, estúpido!”. Todavía lo es. Pero la pregunta hoy sería: “¿La economía de quién?”. Si se les pregunta a quienes no llegan a fin de mes por qué están enojados, es probable que respondan: “Tal vez, tu PIB está creciendo, pero no el mío”. Si se les dice que se está logrando manejar la inflación, dirán: “Quizá tus precios no estén subiendo, ¡pero los que tengo que pagar ya van por las nubes!”. Para decirlo de una vez, es completamente lógico el que, en nuestro mundo posterior a la crisis de 2008, las perspectivas de calidad de vida de la mayoría desciendan en medio de resplandecientes datos macroeconómicos.
Tras haber sobreestimado su hegemonía sobre la población de sus propios países, las élites centristas occidentales procedieron a sobreestimar su poder sobre adversarios externos, en particular Rusia y China. En ambos casos, el resultado de ejercer la innegable fuerza de este poder fue precisamente lo opuesto a lo que se quería.
En el caso de Rusia, las sanciones occidentales, que no tienen precedentes, en respuesta a la invasión a Ucrania por el presidente Vladimir Putin fueron para él un regalo del cielo. Su más grande debilidad había sido su limitada autoridad sobre los oligarcas rusos, que habían sido capaces de cubrir sus apuestas manteniendo en Occidente la mayor parte de sus haberes. Las sanciones dieron a Putin la oportunidad de obligarles a escoger entre Rusia y Occidente, endulzando ese ultimátum con la perspectiva de asegurarse las lucrativas empresas (como McDonald’s o IKEA) abandonadas por las corporaciones occidentales.
Además, la economía de guerra de Rusia, sin acceso a las cadenas de suministro occidentales, generó un masivo impulso de reindustrialización. Esfuerzo que compensó con creces la radical pérdida de bienes intermedios importados y las alzas de precios correspondiente.
La resiliencia de China ha sido una creciente decepción para las autoridades de Washington que creían que la Ley de Ciencia y Chips de Biden, que prohibía a todos los países (no sólo EU) vender a empresas chinas semiconductores avanzados perjudicaría decisivamente a la Grandes Tecnológicas chinas y ayudaría a EU a ganar la Guerra Fría II. Por ejemplo, Huawei desplegó un software superior para generar más poder de cálculo a partir de microchips más pequeños, mientras esta empresa y otros fabricantes de microchips locales se ponían al día por el lado del hardware. Mientras tanto la marea de equipos de energía verde y vehículos eléctricos de bajo coste y tecnológicamente superiores pilló de sorpresa a las autoridades estadounidenses y europeas.
Tal vez, el mayor golpe a la confianza de las élites occidentales vino después de la imposición de sanciones, a medida que se esforzaban por convencer a sus países de que las industrias se estaban repatriando y que la manufactura estaba de regreso. Sólo entonces se dieron cuenta de que 30 años de desinversión, tanto en el sector manufacturero como en la capacidad de sus estados de hacer bien las cosas, habían dejado impotente a Occidente. Donde sea que miremos –EU, el Reino Unido o la Unión Europea– encontramos estados que carecen de la experticia que alguna vez tuvieron para producir cosas: desde ferrocarriles en Gran Bretaña hasta submarinos nucleares en Estados Unidos, pasando por las energías verdes, la salud pública y mucho más.
El contraste con lo que está pasando en Rusia y China resulta muy preocupante para las autoridades occidentales, seducidas durante décadas por lobistas corporativos y centros de estudios (think tanks) aliados para que vaciaran la capacidad de sus estados de hacer lo que había que hacer. Está por verse si esta amarga caída en cuenta los persuade a deshacerse de los tres mitos que les han ocultado la realidad durante tanto tiempo.
El autor
Yanis Varoufakis, exministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
Traducido del inglés por David Meléndez Tormen
Derechos de autor: Project Syndicate, 2024.