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Opinión

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Viktor Orbán, ídolo de los republicanos

Viktor Orbán, el populista gobernante de Hungría, hizo hace unos días una inusual gira por Estados Unidos sin contar con una invitación oficial de la Casa Blanca. Fue a Washington a reunirse con los miembros de la Fundación Heritage, un prominente “Think Tank” conservador, y de ahí viajó a Florida para reunirse con su amigo, el expresidente e inminente candidato presidencial Donald Trump. Orbán se ha convertido en un ídolo para la mayor parte de los republicanos. Ha inspirado la agenda del partido rumbo a las elecciones de 2024, sobre todo en lo respectivo a temas como la inmigración, los derechos LGBTQ e incluso la política exterior. La influencia del húngaro en la política estadounidense se ha vuelto particularmente clara en los últimos años con la presentación de una oleada de proyectos “anti-woke” en las legislaturas estatales y con la creciente adulación hacia su persona ejercida por líderes de opinión como el ex comentarista de Fox, Tucker Carlson. Además, se ha convertido en uno de los oradores favoritos de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CPAC).

Trump no escatima halagos para su amigo: “Es un gran líder, un hombre muy fuerte. A algunas personas no les gusta porque es demasiado fuerte”. ¡Y como no lo iba a admirar! Orbán es un maestro en la práctica populista de enfrentar a la democracia contra sí misma. Se presenta como el perfecto representante de la voluntad del pueblo húngaro, y ello lo justifica con cuatro triunfos consecutivos obtenidos por su partido en las urnas. Pero en Hungría las condiciones de la competencia electoral no son parejas. Orbán se ha adueñado del control tanto del Poder Judicial como del órgano electoral y eso le permite todo tipo de manipulaciones. Ejerce el poder del Estado para crear una “democracia cristiana iliberal” y para ello ataca a la libertad de prensa y controla a los medios de información con distintas artimañas, persigue a las ONGs, impone restricciones académicas en las universidades, equipara la homosexualidad con la pedofilia y ha articulado un sólido mecanismo clientelar para beneficiar a sus amigos y electores con los recursos públicos.

Orbán ha definido a su país como “el laboratorio donde hemos probado el antídoto antiglobalista”. Por eso tantos conservadores estadounidenses lo veneran, y con ello dejan patente como están acogiendo una agenda política más autoritaria. Ciertamente, comparar a Hungría, país con apenas poco más de diez millones de habitantes, con una nación tan grande y diversa como Estados Unidos podría sonar descabellado. Pero mucho dice la devoción conservadora a Orbán sobre su indiferencia ante la falta de respeto por las instituciones democráticas. Para los republicanos más obsesionados con una “presencia excesiva” del “izquierdismo” tanto de la cultura como en la política y la tecnología, controlar de forma irrestricta al Estado es la única forma de restablecer un dominio conservador. “Debemos abrazar sin remordimientos el poder del Estado”, dijo uno de los oradores en la pasada CPAC, para concluir: “si los estadounidenses quieren ver el conservadurismo del futuro, deberían ir a Budapest y aprender cómo y para qué usar el poder estatal”.

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