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Opinión

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Violencia machista ¿imparable? II

La vida y la seguridad de mujeres y niñas peligran en todos los ámbitos. Si la casa no es un lugar seguro, el espacio público es el más peligroso. Ahí, donde Estado y sociedad deberían propiciar la convivencia armónica, más del 45% de las mujeres ha sufrido algún tipo de violencia a lo largo de su vida, sobre todo sexual, aun cuando el porcentaje de las que vivieron violencia en el último año disminuyó ligeramente y la violencia sexual se mantuvo igual. Interpretar esta situación requiere de un análisis que considere la violencia creciente en estados como Jalisco y Guanajuato, así como el  impacto del confinamiento. En este rubro, la “ciudad de los derechos” resulta el peor lugar con 60.9% de mujeres agredidas, seguido por Edomex (58.5%) y Querétaro (51.8%).  No extrañan las altas tasas de violencia comunitaria en Chihuahua, Coahuila, Nuevo León o Jalisco, sí, las de Quintana Roo (46.9%) y Yucatán (46.6%), supuestamente “el estado más seguro”. ¿Se debe esto a presencia de crimen organizado, a abusos policiacos, a sociedades machistas?

 Aunque en la escuela debería aprenderse a vivir en igualdad, ahí también se agrede. Entre 2016 y 2021 aumentó la prevalencia de violencia machista a lo largo de la vida, en particular la psicológica  (de 10.4 a 17.5%) y sexual (de 10.9 a 17.9%). ¿Será que las niñas que cumplieron 15 años en ese periodo habían sufrido violencia o  este aumento sólo confirma que las jóvenes de 15 a 24 años son las más vulnerables?.  Se observa además un aumento en violencia psicológica y sexual para todas las mujeres en el último año. La mayor parte de las violencias escolares fueron perpetradas por compañeros, lo que debería impulsar a impartir programas de educación para la igualdad y la prevención de violencia. Los protocolos no bastan, menos aún cuando casi 70%  de las estudiantes ignoran si existen: ¿No los tienen  o no los difunden las escuelas?

El ámbito laboral también es hostil a las mujeres.  A primera vista, la situación mejoró en cuanto la violencia total. Sin embargo, llaman la atención el aumento de la violencia sexual, pese al confinamiento, y la persistencia de la discriminación que afecta a 1/5 de las mujeres que trabajan. Los niveles más altos de violencia laboral se dan en 13 estados donde hay mayor industrialización o donde prevalecen estereotipos machistas o donde ha aumentado la violencia extrema (Chihuahua, Aguascalientes, CDMX, Sonora, Jalisco, Guanajuato, Edomex, y Quintana Roo, entre otros). Los compañeros son también los principales agresores, seguidos de patrones, jefes y supervisores. Si recordamos que existen normas oficiales para prevenir la violencia y promover la igualdad, constatamos que expedir normas no basta,  menos cuando no hay supervisión ni sanción. Es escandaloso que también el 70% desconozca si existen normas o protocolos, cuando las NMX-025-SCFI-2015 y NOM-035-STPS-2018 son públicas y ésta se supone obligatoria. Fallan el sector público y el privado.   

 En cuanto a la violencia familiar y de pareja, hay que insistir en la urgencia de prevenirla y de profesionalizar al sistema de justicia para que las mujeres confíen en denunciar, se les proteja y se castigue a los culpables. Nadie puede confiar en policías o jueces cuando una detención culmina en asesinato, como le sucedió a Abigail en Oaxaca, o cuando una jueza minimiza un intento de feminicidio como maltrato. ¿cuántos feminicidios más para que se sancione a agentes del Estado criminales o negligentes?

La grave situación de las mexicanas, cuya vida cotidiana está plagada de violencias acumulativas y traumáticas, parece no importar a un gobierno que ha reducido o eliminado presupuestos para la prevención de la violencia, que pretende someter a la SCJN y que ha impuesto una guardia nacional militar con amplias facultades. Enfrentar este problema no es sólo asunto del Estado, la sociedad debe cobrar conciencia, abandonar conductas machistas y exigir un cambio radical en la política gubernamental. 

 

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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