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Aún están aquí
La película brasileña “Aún estoy aquí” narra la historia de la viuda de Rubens Paiva, excongresista desaparecido durante la dictadura militar de los años setenta en ese país. Retrata, con una mezcla dolorosa de veracidad y sutileza, la complejidad —y la tragedia— de perder a un ser querido sin rastro alguno. Así, sin más. Traigo esta historia a colación porque, aunque en México no vivimos bajo un régimen militar, el dolor que subyace detrás de cada desaparición es el mismo. Una sola pregunta resuena: ¿dónde están?
Según cifras oficiales, en México hay más de 125,000 personas desaparecidas. A más de 60,000 se les perdió el rastro desde 2019. Son cifras que duelen, que interpelan, pero que en el Senado de la República se perciben como datos sin rostro ni urgencia. Se olvida —con escandalosa indiferencia— que quienes faltan son hijas e hijos, madres y padres, hermanas y hermanos. Personas con nombre, rostro e historia. Para muchos, su ausencia es un dolor que no cesa.
Que nuestros legisladores ignoren esa dimensión humana no sorprende. Lo que indigna es el tono rupestre, grotesco y francamente cínico con el que se comportan. El presidente del Senado mexicano, en un despliegue de oratoria defensiva, justificó el extrañamiento de Olivier de Frouville —presidente del Comité contra las Desapariciones Forzadas (CED) de la ONU— con el argumento de que el Senado cuenta con facultades constitucionales para pronunciarse sobre política exterior. Desacreditó a un funcionario internacional cuya única falta fue señalar lo que miles de mexicanos han denunciado: que en el país persiste una grave crisis de desapariciones.
Lo alarmante no es sólo la defensa institucional, sino el intento deliberado de descalificar a un organismo que, desde hace años —y con base en información proporcionada por los propios colectivos de búsqueda— ha documentado la profundidad de esta crisis. Porque sí, la crisis de desapariciones es sostenida y estructural. No comenzó con este gobierno, pero eso no lo exime de su responsabilidad ni le permite ignorarla.
Los informes entregados al CED por familias y activistas han señalado fallas persistentes: en los procesos de búsqueda, en los mecanismos de identificación forense, y en la procuración e impartición de justicia. Religiosos que acompañan a familias en su búsqueda han alertado sobre la enorme desconfianza que generan las autoridades, especialmente cuando se trata de colectivos visibles o con presencia en los medios.
Apelar al nacionalismo morenista —una especie de chovinismo trasnochado que confunde soberanía con cerrazón— para atacar a organismos internacionales que buscan visibilizar esta tragedia es indigno. A quienes hoy se aferran al discurso democrático conviene recordarles que fue precisamente la apertura democrática la que permitió un mayor escrutinio externo: desde la ratificación del Estatuto de Roma hasta la aceptación de visitas de relatores de Naciones Unidas. Y qué bueno que así sea. La vigilancia internacional no es una amenaza; es una herramienta que puede —y debe— fortalecer el Estado de derecho.
Resulta desconcertante, por decir lo menos, que, en medio del horror evidenciado por el reciente hallazgo de restos en Teuchitlán, Jalisco, el Senado dedique más energía a confrontar al CED que a atender las demandas legítimas de miles de familias. Esto, más que proteger al Estado mexicano, lo expone y lo debilita. Y de paso le hace un flaco favor a la presidenta Claudia Sheinbaum, quien apenas se reunió con colectivos de búsqueda.
Más que una defensa teatral de la soberanía desde una tribuna, lo que se espera es una disposición real para cooperar. Lo que se necesita con apremio es que el Estado invierta su energía en prevenir nuevas desapariciones, identificar restos, mejorar los procesos forenses y garantizar justicia. Porque las víctimas no son cifras, no son expedientes. Y mientras no haya verdad, siguen aquí.