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Opinión

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El despropósito de los vapeadores

La propuesta de incluir en la Constitución la prohibición de los vapeadores, equiparándolos con sustancias como el fentanilo, es una aberración jurídica y una demostración de ignorancia preocupante en términos de política pública. Comparar un dispositivo de consumo alternativo al tabaco con una droga sintética de altísima letalidad es desproporcionado y carece de lógica. Esta medida, lejos de resolver problemas, los agrava desde cualquier perspectiva: fiscal, de salud pública y de seguridad. 

En el ámbito fiscal, prohibir los vapeadores implica renunciar a una fuente considerable de ingresos. En México, el mercado ilegal de estos dispositivos está valorado en 40,000 millones de pesos anuales. Regulando y gravando su venta, el gobierno podría captar cerca de 14,000 millones de pesos al año en impuestos, recursos que bien podrían destinarse a fortalecer el sistema de salud o programas educativos. En cambio, al insistir en una política prohibicionista, ese dinero sigue alimentando las finanzas del crimen organizado. Esto no sólo representa negligencia fiscal, sino una cesión tácita del control del mercado a actores ilegales.

Desde la perspectiva de la salud pública, la prohibición actual no sólo no ha reducido el consumo, sino que ha desplazado la oferta hacia productos de dudosa calidad y composición en el mercado negro. Esto pone en riesgo la salud de millones de consumidores, incluidos adolescentes, quienes tienen un acceso alarmantemente fácil a estos dispositivos. Según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición 2022, 25% de los usuarios de vapeadores en el país es menor de edad. En lugar de prohibir, se necesita un marco regulatorio que establezca controles estrictos de calidad y restricciones de venta para proteger a los sectores más vulnerables de la población.

En términos de seguridad, la prohibición fortalece al crimen organizado, que encuentra en el mercado de vapeadores una nueva fuente de ingresos. La comercialización ilegal de estos dispositivos genera ganancias multimillonarias para estas organizaciones y agrava la violencia asociada al control de mercados negros. Permitir que el Estado sea testigo pasivo de este fenómeno, mientras se debilitan sus propias capacidades fiscales y regulatorias, es una irresponsabilidad que resulta difícil de justificar.

Finalmente, la idea de plasmar esta prohibición en la Constitución es un despropósito. La Constitución está diseñada para contener los principios fundamentales que rigen al país, no para regular dispositivos de consumo o responder a modas legislativas. Ningún país del mundo ha inscrito algo tan trivial y mal planteado en su carta magna, y México no debería ser quien inaugure esta absurda categoría. Regular el consumo de vapeadores es una decisión sensata y basada en la experiencia internacional, donde al menos 129 países permiten su venta bajo estrictos controles. Insistir en prohibirlos constitucionalmente no sólo es innecesario, sino también contraproducente.

México tiene la oportunidad de replantear esta política y optar por un enfoque racional que fomente la salud pública, fortalezca las finanzas públicas y combata eficazmente al crimen organizado. En lugar de ello, persistir en esta prohibición constitucional será simplemente otro ejemplo de cómo las malas decisiones políticas pueden perpetuar los problemas que buscan resolver. Es una tontería sin nombre, y nuestros legisladores harían bien en recapacitar antes de inscribir semejante disparate en la máxima norma del país.

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