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¿Y si Estados Unidos sale de la OMC?
Desde su creación en 1995, la Organización Mundial del Comercio (OMC) ha sido el pilar del orden comercial multilateral. Con sede en Ginebra y una membresía de 164 países, la OMC regula las relaciones comerciales internacionales con un objetivo ambicioso: promover un comercio más libre, predecible y equitativo. Sin embargo, en los últimos años, ese consenso multilateral ha comenzado a resquebrajarse. El cuestionamiento más fuerte ha venido de su miembro más poderoso: Estados Unidos. Bajo la primera administración de Donald Trump (2017-2021), se barajó abiertamente la posibilidad de que EE.UU. abandonara la OMC, una idea que, aunque no se ha materializado, sigue latente y plantea profundas preguntas legales, económicas y geopolíticas sobre el futuro del sistema de comercio global.
El marco legal para la retirada de un miembro de la OMC está establecido en el artículo XV del Acuerdo de Marrakech, que exige simplemente un preaviso de seis meses. No hay cláusulas de penalización ni requisitos especiales para una potencia como Estados Unidos: bastaría una decisión ejecutiva, respaldada por la voluntad política del presidente y, probablemente, cierta coordinación legislativa. Sin embargo, aunque jurídicamente es viable, las implicaciones de esta acción serían de una envergadura monumental.
La salida de EE.UU. implicaría la pérdida de acceso a mecanismos institucionalizados para la resolución de disputas comerciales, así como la renuncia a las reglas multilaterales que permiten desafiar barreras arancelarias y prácticas desleales en mercados extranjeros. Más aún, otros países podrían imponer represalias comerciales apelando a la disrupción del principio de reciprocidad. En un mundo interdependiente, esa decisión no sólo afectaría a Estados Unidos, sino que minaría los fundamentos del sistema comercial global.
La inquietud estadounidense respecto a la OMC no es nueva, aunque sí se ha intensificado. Las críticas se centran, en gran parte, en el sistema de solución de diferencias, percibido como ineficiente o incluso sesgado en contra de Washington. Además, la parálisis del Órgano de Apelación desde 2019, provocada por el bloqueo de nombramientos por parte de EE.UU., ha debilitado aún más la capacidad de la OMC para resolver conflictos comerciales. A esto se suma también el creciente desdén de Estados Unidos por los compromisos multilaterales, sustituido por acuerdos bilaterales o regionales que le otorgan mayor control sobre sus transacciones con los países con los que le interesa incrementar sus intercambios.
Las tensiones internas de la OMC también son un reflejo de desafíos estructurales más amplios. Desde la Ronda de Doha, iniciada en 2001 con la promesa de priorizar el desarrollo, el organismo no ha logrado avanzar significativamente. Las negociaciones se han empantanado, en buena parte, por la falta de acuerdo en temas agrícolas; esto debido en gran parte a que mientras la Unión Europea y Estados Unidos defienden sus subsidios agrícolas y restricciones a las importaciones, el resto de los países en desarrollo argumentan que esas medidas distorsionan gravemente el comercio. Pero las divisiones no se limitan al eje Norte-Sur: dentro del bloque de países en desarrollo también hay intereses contrapuestos que han dificultado la construcción de consensos.
Para entender las tensiones actuales, conviene revisar el origen del sistema multilateral de comercio. En 1948, el intento de crear la Organización Internacional del Comercio (OIC) fracasó por falta de ratificación en el Congreso estadounidense, no obstante que el entonces presidente Truman sí apoyaba la iniciativa. En su lugar, surgió el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), impulsado por los países desarrollados. Durante décadas, las decisiones clave se tomaban en gran medida por consenso entre Estados Unidos y la Unión Europea.
Este patrón comenzó a cambiar en la Ronda de Uruguay (1986-1994), que dio paso al nacimiento de la OMC y expandió el alcance del régimen multilateral. La liberalización se extendió más allá de los bienes industriales para incluir servicios, propiedad intelectual y agricultura. Sin embargo, los países en desarrollo sintieron que esta expansión respondió más a los intereses de las economías avanzadas que a los suyos. El Acuerdo sobre la Agricultura, por ejemplo, fue visto como una concesión mínima, mientras que el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) —promovido especialmente por Estados Unidos— impuso nuevas obligaciones.
La salida de EE.UU. de la OMC no podría analizarse de forma aislada. Forma parte de una tendencia más amplia de cuestionamiento del multilateralismo por parte de las grandes potencias. En la práctica, el "régimen de nación más favorecida" —uno de los principios centrales de la OMC— ha sido debilitado por la proliferación de tratados de libre comercio bilaterales o regionales que otorgan condiciones preferenciales al margen de la OMC, y por por decisiones unilaterales, como el sistema de aranceles recíprocos, impulsado por Trump, bajo el argumento de una emergencia nacional por déficits comerciales persistentes. Esta erosión también se refleja en su prestigio institucional. A pesar de esfuerzos como el Programa de Doha para el Desarrollo, la brecha entre las promesas y los resultados concretos ha generado frustración, especialmente entre los países menos desarrollados. El principio del "trato especial y diferenciado", que otorga plazos más amplios y asistencia técnica a los países en desarrollo, no ha logrado contrarrestar del todo las asimetrías del sistema.
Además, las críticas al funcionamiento interno de la OMC se acumulan. Las llamadas negociaciones en la "Sala Verde" —reuniones informales donde sólo participan los actores más poderosos— son vistas como mecanismos excluyentes que marginan a los países más débiles. Según el economista Ha-Joon Chang, la OMC, aunque formalmente democrática, opera en la práctica como un oligopolio dominado por las naciones ricas.
A pesar de sus debilidades, la OMC sigue siendo una institución clave para la gobernanza del comercio global. Su sistema de solución de diferencias, si bien imperfecto, ha sido considerado como una contribución única a la estabilidad económica mundial. Su objetivo principal es resolver disputas entre países miembros, idealmente mediante acuerdos mutuos, en un proceso que debe durar, como máximo un año (16 meses si hay apelación). Los países miembros están obligados a aceptar este mecanismo como exclusivo y vinculante. Sin embargo, su aplicación real enfrenta desafíos, como la lentitud en casos que afectan a muchos países debido a problemas de acción colectiva, y no puede emplearse para disputas motivadas por desacuerdos políticos. No obstante, en un contexto de tensiones geopolíticas, proteccionismo y guerras comerciales, preservar un foro donde se negocien reglas comunes y se resuelvan disputas pacíficamente es más importante que nunca.
Uno de los principales desafíos actuales de la OMC es el rol de China. Desde su ingreso en 2001, China ha llegado a ser uno de los principales exportadores mundiales. Su integración al transformar las cadenas de suministro, ha reducido precios y acelerado la globalización, pero también ha generado tensiones, especialmente con Estados Unidos, al punto en el que hoy nos encontramos con aranceles mutuos superiores al 100%. Washington ha acusado a Pekín de prácticas desleales como subsidios industriales, violaciones a los derechos de propiedad, falta de transparencia y restricciones de acceso al mercado, lo que sigue tensionando el sistema multilateral.
La problemática con China —recurrentemente denunciada por Trump, especialmente en lo relativo a la devaluación del yuan y los amplios subsidios estatales al sector industrial— ha obligado a la OMC a confrontar sus propias limitaciones. Si bien la organización ha identificado y, en algunos casos, sancionado prácticas chinas relacionadas con subsidios y distorsiones comerciales, las acciones respecto a la política cambiaria han sido mínimas, debido a la ausencia de normas claras y a la dependencia de las evaluaciones del FMI.
La participación de China ha forzado a la OMC a replantearse sus reglas y ha evidenciado el reto estructural de equilibrar la apertura comercial con condiciones justas para todos sus miembros. Bajo el liderazgo de su directora general, Ngozi Okonjo-Iweala, la OMC busca revitalizarse y fortalecer su papel en el siglo XXI. No obstante, su margen de acción es acotado, ya que su rol es principalmente administrativo, mientras que las reformas profundas dependen, en última instancia, de la voluntad política de los Estados miembros, que hasta ahora ha sido insuficiente para responder a los desafíos del nuevo orden económico global.
Por lo anterior, la mera posibilidad de que Estados Unidos abandonara la OMC implicaría aumentar la fragilidad del orden comercial multilateral y abrir la puerta a la sustitución de los conflictos comerciales por arreglos políticos impuestos desde el poder e influencia de las principales potencias económicas. A diferencia de otras instituciones internacionales, la OMC no tiene mecanismos coercitivos fuertes ni un cuerpo ejecutivo independiente. Su fuerza reside en el consenso y en el compromiso político de sus miembros.
Por lo que, si la mayor economía del mundo decide dar la espalda a este sistema, se pondría en entredicho no sólo la viabilidad de la OMC, sino la idea misma de que el comercio global puede regirse por normas compartidas.
Más allá de si se concreta o no una retirada, el debate abierto por Estados Unidos debe tomarse como una señal de alerta. Es necesario repensar el sistema multilateral para hacerlo más inclusivo, más equitativo y más efectivo en dar respuesta a los ciudadanos del siglo XXI. En ello, no solo está en juego el destino de una organización internacional, sino la arquitectura misma del comercio, la prosperidad y la paz mundial.
*La autora es Directora de Inteligencia Más y maestra en Gobierno y Políticas Públicas en la Universidad Panamericana.