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Opinión

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Una forma más moderna de la prevalencia

Es virtualmente imposible que asignar inmediatamente la primera mitad de la demanda eléctrica nacional a los electrones de la CFE acelere la transición energética, reduzca los costos del sistema eléctrico y aumente su confiabilidad. Los datos oficiales muestran que los (potenciales) electrones de la CFE que típicamente se quedan fuera del despacho tienden a ser fósiles, caros y, a cada rato, indisponibles. 

En el futuro previsible, es casi igual de improbable. La CFE ha seguido siendo una empresa a la que el desarrollo de energías limpias se le complica: la construcción de sus parques solares y eólicos han sido famosamente caros. El de Sonora, ya en el sexenio de López Obrador, además terminó distrayendo muchos recursos del sistema hacia donde quizás menos se necesitaba: un nodo congestionado, donde la electricidad sobraba. Las inversiones de CFE en la modernización de las hidroeléctricas han sido bastante caras: cada nuevo megawatt ha sido al menos el doble de caro que el promedio del sistema. Y su apuesta en la turbinación de las hidroeléctricas existentes ha puesto en crisis los márgenes de reserva del sistema eléctrico. Los apagones del verano no se explican sin los embalses en picada.

Pero se vale apostarle a que ni el pasado ni el presente determinen el futuro. Teóricamente, es posible que a partir de ahora la CFE sea capaz de aumentar más rápido su oferta de energías limpias que lo que una industria entera ha podido. Que, en vez de ser un lastre para la transición energética, se vuelva el principal motor para alcanzar el 45% de generación limpia para el 2030. Que la fórmula del 54-46 público-privado plantee un límite tan inalcanzable que sea irrelevante para la iniciativa privada.

Si algo así es lo que se imagina el gobierno cuando dice que no busca restringir la inversión privada, haría muy bien en aclarar rápidamente la fórmula de la no prevalencia de los privados que busca consagrar en la Constitución. Usando la ratio 54/46 como base, podría comprometerse por ley a desplegar 1.17 dólares de inversión por cada dólar de inversión privada. O a desarrollar 1.17 megawatt de nueva capacidad por cada MW privado, sin discriminar.

Quizás así resolvería la apariencia de que es un tema de controlar las alturas de la economía. Que con tal de que el gobierno tenga más, no importa si se pone en riesgo el ritmo de crecimiento del sector eléctrico y por lo tanto del país. La realidad es que, si no se acota significativamente, la asignación arbitraria de la demanda a la CFE (la prevalencia en el despacho), desplazaría a muchos activos privados que se contrataron, financiaron y construyeron con la expectativa de que, si ofrecían costos más bajos, podrían operar. Achicar el mercado de un plumazo implicaría cambiar radicalmente la probabilidad y precio del despacho. Con las pesadas obligaciones financieras que la mayoría cargan desde su etapa de desarrollo, muchos de ellos enfrentarían la insolvencia. Por más que los sponsors tuvieran toda la voluntad política para ceder, las obligaciones fiduciarias apuntarían más bien hacia los reclamos y las disputas.

Eso del control por el control, además, es medio anticuado. “En el pasado, los gobiernos que persiguieron políticas industriales intentaron construir campeones nacionales escogiendo ganadores entre sectores y tecnologías, frecuentemente con resultados mixtos”, dice la influyente economista Mariana Mazzucato, quien acaba de reunirse con la presidenta Sheinbaum y la primera línea de su gabinete. “La estrategia industrial moderna debería ser diferente. En vez de escoger ganadores, debería ‘escoger a los dispuestos’ definiendo misiones claras – tal y como resolver la crisis climática o fortalecer la capacidad de respuesta a pandemias – y luego moldeando economías y mercados para alcanzarlas.”

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