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Opinión

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Un jardín de gardenias para el año nuevo

En el cambio de año, cada año, se constata la relación tensa que tenemos con la espiral del tiempo. Por una parte atestiguamos que la segunda ley de la termodinámica es implacable: el tiempo avanza y no vuelve más. Lo que pasó, pasó. Pero también se repite todo: cenas, bailes, niños desvelados y contentos, o niños desvelados y llorando, lentejuelas doradas, etcétera.

En cantidad de ritos ponemos de manifiesto que el tiempo da vueltas y vueltas y dibuja un resorte infinito. O nosotros en él, montados en una misteriosa, inconmensurable piedra redonda. Uno de los ritos más personales y comunes es que los últimos días de diciembre, con toda esa carga dual de fin y comienzo que llevan, hacemos una pausa para mirar atrás y considerar lo que se imprimió en nuestra historia. Luego imaginamos el año que está por iniciar y tratamos de ponerle rumbo a lo que viene. Nos hacemos promesas, que parafraseando a Marina Garcés, en su ensayo “El tiempo de la promesa”, son el intento de domesticar el tiempo y fijar lo posible dentro de lo incierto.

Resulta curioso, sin embargo, que en un ejercicio tan emotivo como examinar la propia vida y buscar un futuro entrañable, los criterios sean tan racionales y razonables. Desde las promesas de adelgazar o, en su versión más contemporánea, desarrollar hábitos más saludables, hasta las intenciones de viajar más o ser más moderados en el consumo de cualquier cosa, pasando por las ganas de aprender un nuevo idioma o mejorar las habilidades para la jardinería, parece que el año nuevo nos obsesiona más que nunca con lograr, con alcanzar, con progresar.

En su siempre renovadas formas de hacerse de clientes, la industria de la autoayuda, que ahora inunda las redes sociales, proporciona cualquier cantidad de recetas para encontrar la felicidad. Algunas de ellas sirven para calmar los nervios, para suspender adicciones o para “relacionarse mejor”. Incluso la meditación ahora se vende como la posibilidad de “ser mejor persona”.

Pero, ¿y si no hubiera nada qué arreglar? Como buenos hijos de la modernidad, ciframos nuestras esperanzas en la acción, en hacer las cosas con objetivos claros y definidos que producen eso que tanto buscamos. ¿Y si lo que necesitamos es cambiar nuestros criterios?".

Sobra decir las razones por las que acepto que hay mucha belleza y alegría en alcanzar las metas que cada quien se propone, sean ellas correr un maratón, estudiar un doctorado o leer en ruso, pero la insatisfacción crónica de tantas personas en nuestro tiempo viene de no poder tolerar que la vida es gratis. Todo cuesta, pero la vida es gratis. Subir la montaña es difícil, pero el panorama que se contempla allá arriba no puede comprarse ni venderse.

Dice María del Mar Albajar, economista, teóloga y abadesa del monasterio de San Benet de Montserrat, en Cataluña, que la espiritualidad es vivir vivos, no funcionales. Eso implica, de entrada y sobre todo, poner atención, guardar silencio y descubrir que la realidad es más de lo que los sentidos nos permiten percibir y que somos parte de esa realidad.

Según la monja benedictina, realista no es quien ve la realidad y la define por lo que ve, sino quien ve lo posible en lo que hay. Si hemos de hablar de la felicidad que tanto deseamos y anhelamos al iniciar un nuevo año, a lo mejor podríamos antes asimilar que la felicidad ni se busca ni se define, sino que se puede recibir cuando sentimos el fresco de la mañana, cuando una amiga nos platica su fin de semana, cuando una sopa nos alivia. Así como estamos, así con lo que tenemos, sea salud o enfermedad, riqueza o pobreza y una vida larga o corta por delante.

Hay quienes dicen que para cambiar el mundo hay que empezar por uno mismo. Hay ahí una gran arrogancia, pero sobre todo, esas exigencias, características de nuestro tiempo, se vuelven contra nosotros y producen insatisfacción, estrés y todo tipo de aflicciones. Bien escribía el filósofo danés Soren Kierkegaard, en 1847, que “toda preocupación mundana se basa en que un hombre no quiere contentarse con ser hombre, en que, mediante el cotejo, su preocupado anhelo le hace chocar con la diferencia”.

Creo que por eso vemos tan despreocupado a Hirayama, el personaje del maravilloso filme “Días perfectos”, de Wim Wanders. Con estructura e intención de hacer todo lo que hace, contento de ser hombre, atento y dispuesto a la realidad como es, más allá de las ideas y discursos sobre ella.

Para el año que comienza ojalá, por supuesto, que comamos verduras, caminemos tres o cuatro veces por semana, vayamos a más conciertos y terminemos ese proyecto que tanto nos ha costado. Pero más allá de eso, en lugar de ampliar el catálogo de nuestros logros y poner otra repisa para los nuevos trofeos, ojalá que nos convirtamos en una bola de fuego o en un jardín de gardenias. Ojalá que seamos personas.

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Ingeniero y economista. Es profesor por asignatura en El Colegio de México y Director de Economía en el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), donde acompaña investigaciones sobre energía, finanzas públicas, comercio exterior y mercado laboral, con un enfoque en la sostenibilidad.

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