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Oráculos y recetas para el fin del calendario
Juran astrónomos y almanaques que a la Tierra le toma 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos dar una vuelta alrededor del Sol. Es decir, que la duración de cada cada año, a menos de que sea bisiesto, como el que estamos a punto de abandonar, está determinado por tales cálculos. Es cierto, lector querido, que, si usted es muy correcto y matemático, notará que sobran más de 5 horas, cuya acumulación representaba un problema en nuestro habitual conteo de los días y para cumplir los propósitos del año, en 2024 nos regalaron un día extra en el mes de febrero para lograrlo. Sin embargo, sépalo de una vez y desde ahorita, en el año que ya llega tal cosa no va a suceder.
Tal vez algo de angustia – por todo lo que se acaba, por lo que llegará- se anide en su espíritu, pero piense que -como decían nuestras abuelas- agua pasada no mueve molinos y que Oscar Wilde tuvo razón cuando dijo que el único encanto del pasado consiste en que es el pasado. Respecto a la incertidumbre del porvenir ni lo intente. Con Alejandro Magno se acabó la tragedia y la seriedad de los oráculos. El mundo empezó a achatarse cada vez más: la pitonisa se volvió astróloga; el cabalista, tiktoker; el mago, vistoso influencer; y la bruja, antes certera y asesina, una triste persona de la octava edad contemplando el fondo de una taza de tecito de jengibre que alguien más se tomó.
Sin embargo –admítalo- cada vez que va a llegar un año nuevo nos ataca la ansiedad, la necesidad casi urgente de saber lo que nos depararán los días que vienen, enlistar nuestros propósitos (que ayuda, cómo no) y no dejamos de pensar si acaso existe algo que podemos hacer para neutralizar los probables infortunios futuros. A lo mejor los dioses tienen la culpa de que no podamos dejar de fumar, estemos cargando diez kilos de más y tropecemos siempre con la misma piedra. Queremos saber, pues, si la culpa es de los planetas, la religión o nuestra nula habilidad para hacer yoga.
Como consuelo, piense que cuando es revelado, es como el muerto y el arrimado: a los tres días apesta. Cae mal. Pues nada de lo que nos promete el horóscopo o las venturas que nos pronostica el año chino es confiable. ¿Aquel extraño alto y moreno es nuestro verdadero amor o el maldito mecánico que nos estafó? Si nuestro Arcano regente del tarot es La Rueda de la Fortuna ¿da lo mismo comprar CETES que la Lotería? Si te portas bien ¿todos los virgos del mundo te van a querer para siempre? ¿Confiarás en los consejos de las redes sociales?
Pobres serán las respuestas y seguiremos con las mismas dudas. (Ya se sabe: hubo sabios gobernantes y césares inseguros rodeados de agoreros que cuando pasaba un pez le abrían las entrañas, veían a una serpiente y olían el suelo, para después decir que el vuelo de las águilas era la razón de las peores traiciones, los pescados en sus entrañas guardaban la fecha fatal, y en realidad muchos murieron antes de lo dicho y otros nunca fueron traicionados). Una de las únicas certezas -después de haber visto las cartas, escuchado de la mala suerte que tienen los que nacen en plenilunio, tirado los caracoles, leído todos los horóscopos y abierto la Biblia al azar- es que nada de lo pronosticado es cierto. (Quizá solamente aquello de que el que nace para maceta no pasa del corredor, pero hoy no debemos ser deterministas).
Es verdad, lector querido. Daríamos la mitad de nuestra vida, todas nuestras alhajas y todas nuestras canicas para que nos aseguraran lo que nos va a ocurrir el próximo año. Sin embargo, deberíamos emprender otro camino: descifrar al mundo y comprenderlo a través de la lectura y de los libros. Tal vez, para este final del calendario, abordando temas diferentes y placenteros para todos: la cocina y la comida.
La propuesta parece extraña, pero mañana, probable ocasión de una gran cena, pongamos a distintos literatos mexicanos en la misma cazuela. Piense, por ejemplo, en Salvador Novo, con su sabroso catálogo razonado de recetas favoritas; en Jorge Ibargüengoitia, recorriendo la América ignota con una torta compuesta en la mano, y en nosotros, a punto de llegar al punto más alto de nuestra alacena intelectual, cuando fuimos a las librerías a pedir La cocina jerezana en tiempos de López Velarde en lugar de La Suave Patria. Arriésguese a probar Los Hongos mexicanos comestibles de José Juan Tablada, regálese Las Memorias de cocina y bodega minuta y La cena de Alfonso Reyes y descubra, como ellos, que entrar a la cocina con una pluma y un libro, en vez de con cuchara y tenedor, no sólo es deliciosamente erudito sino también tranquilizador.
Cuál escritor elegir, importa poco. Con distintas sazones, todas sus obras son exquisitas y componen una receta perfecta para olvidar el apremio por lo que vendrá. Llegaremos al próximo año satisfechos. Convencidos de que solamente la superstición es culpable de la mala suerte.