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Opinión

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Personajes reales y ficticios en el imaginario colectivo

Rafael Lozano

Rafael Lozano

En la historia de la medicina, la visibilidad no siempre pertenece a quien más ha transformado la ciencia y el arte de curar enfermos o enfermedades. Al contrario: muchas de las figuras que han definido los pilares estructurales del sistema médico permanecen en la penumbra, mientras que algunos personajes ficticios, o versiones idealizadas de médicos reales, brillan con luz propia en la cultura popular. Esta paradoja revela tanto sobre la medicina como sobre nosotros mismos: ¿qué queremos ver cuando miramos a la figura del médico o la médica? ¿Buscamos ciencia, poder, empatía… o redención?

Desde tiempos antiguos, Hipócrates ocupa el lugar fundacional del médico sabio, ético, racional. Se dice que era heredero de Asclepio/Esculapio y que por sus venas circulaba el saber del dios de la medicina y la curación. Por lo mismo, su legado es real pero también profundamente simbólico: encarna el nacimiento del pensamiento médico occidental, y su nombre —más que sus obras— se ha vuelto una marca cultural. Sigmund Freud (1856-1939) neurólogo y luego psicoanalista cuenta con un impacto cultural insuperable aún en nuestros días. Aunque recientemente ha sido cuestionado su valor científico, vive como ícono de la introspección, el inconsciente y la sexualidad reprimida. Ambos, por distintas vías y bajo proporción guardada, son más que personas: son arquetipos de la medicina.

En tiempos recientes, la cultura mediática ha producido nuevas figuras de la medicina con enorme penetración simbólica. Por ejemplo, el doctor Gregory House, personaje ficticio de la televisión, es uno de los médicos más conocidos del siglo XXI. Cínico, brillante, antisocial y adicto, representa una fantasía moderna: el médico infalible cuya genialidad justifica su arrogancia y la crueldad con sus colaboradores. Por otro lado, Patch Adams (elevado por la actuación de Robin Williams) se trasformó en sinónimo de medicina con alegría, ternura y risa. Pocos conocemos su historia real, y aún menos su escasa aceptación institucional. Pero eso no importa: en ambos casos, la imagen ha superado al hecho en el imaginario colectivo.

Sin embargo, detrás de estos íconos visibles, existen arquitectos invisibles que configuraron las estructuras mismas de la medicina. Hay varias figuras que, sin ser médicos de profesión, tuvieron una influencia estructural profunda en la medicina y el sistema de salud. Algunos desde la educación, otros desde la estadística, la tecnología, la filosofía, la arquitectura o la política. Hablemos de dos no médicos: una enfermera y un educador.

  • Florence Nightingale (1820-1910), no solo fundó la enfermería profesional, sino que introdujo el uso sistemático de estadísticas en salud pública, reorganizó hospitales y propuso un modelo sanitario basado en prevención, higiene y cuidado. Su figura fue aceptada como icono moral victoriano, pero su verdadero legado es estructural, no decorativo.
  • Abraham Flexner (1866-1959), un educador sin formación médica reformó radicalmente la educación médica a inicios del siglo XX y sigue presente en el XXI. Cerrando escuelas, elevando estándares, y promoviendo el modelo biomédico como hegemonía. Su influencia se extiende hasta hoy: toda facultad de medicina moderna, aún sin saberlo, es heredera de su diseño.

¿Qué tienen en común y en qué difieren estos personajes que modificaron estructuralmente la medicina?

Ambos son longevos, reformadores y poco conocidos por el imaginario colectivo. Mientras Nightingale creó escuelas de formación para mujeres en áreas de la salud cuando aún no podían ser médicas en la segunda mitad del siglo XIX de la Inglaterra Victoriana; Flexner defendió el modelo de la medicina científica, académica, elitista y masculina a principios del siglo XX en los EUA. Pero más allá de los importantes asuntos de género, la primera propuso un modelo basado en el cuidado, la prevención, la higiene y la observación sistemática y el segundo propuso un sistema de formación basado en laboratorio, ciencia básica y hospital universitario, relegando aquellos saberes considerados “menos científicos”. La tensión clave es que Flexner diseñó una medicina centrada en el conocimiento duro, despegada del contexto social y relacional del paciente, y Nightingale, en cambio, entendía que el entorno, la dignidad y el cuidado constante eran esenciales para la recuperación, y que la salud no era solo la ausencia de enfermedad, sino el acompañamiento. Mientras uno reformaba la medicina desde los laboratorios y los auditorios universitarios, la otra lo hacía desde los pasillos de los hospitales de campaña.

La diferencia entre el personaje visible (real o ficticio, idealizado o dramatizado) y el personajeestructurador (a menudo poco conocido, pero profundamente influyente) refleja una tensión profunda en nuestra relación con la medicina. Mientras unos encarnan lo que deseamos o tememos del profesional de la medicina —la empatía, la genialidad, la redención, el poder—, otros construyen las condiciones materiales y epistemológicas que hacen posible el ejercicio médico.

¿Quién cura, entonces, la memoria de la medicina?

La cultura premia el carisma, el drama, la narrativa. Pero me atrevo a decir, sin exagerar, que sin Nightingale, los hospitales serían otra cosa. Sin Flexner, no habría sistema educativo médico como lo conocemos, y porque no añadir, sin R. Virchow (un patólogo), no habría epidemiología moderna ni medicina social. Frecuentemente la historia oficial olvida lo que sostiene, y recuerda lo que brilla.

Tal vez por eso es importante recuperar una genealogía de la medicina más crítica y completa. Una que incluya tanto al personaje que encarna nuestros deseos como al que organiza nuestros sistemas. Tanto al símbolo como al estructurador. Porque entre ambos se construye —y se disputa— la memoria de lo que la medicina fue, es y puede ser. La enseñanza de la historia de la medicina debe salir de los esquemas lineales e historiográficos y entrar en el debate de las tensiones, a lo que llamo una “genealogía dialéctica del conocimiento médico”. Un campo donde distintos saberes coexisten se contradicen, se disputan legitimidad y se transforman mutuamente. La historia de la medicina no puede verse solamente como una línea de progreso técnico, sino como una constante negociación entre saberes, prácticas, sujetos y contextos. Entender esto es fundamental para formar profesionales de la medicina que no repitan modelos acríticamente, sino que piense históricamente en su propio rol.

La historia de la medicina no solo está escrita en libros, sino también en pantallas, mitos y emociones. Pero la medicina real —la que forma profesionales, cuida cuerpos y sostiene sistemas— la escriben en su mayoría personas reales, muchas veces invisibles.

*El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington.

Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

rlozano@facmed.unam.mx; rlozano@uw.edu; @DrRafaelLozano

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El autor es profesor Titular del Dpto. de Salud Pública, Facultad de Medicina, UNAM y Profesor Emérito del Dpto. de Ciencias de la Medición de la Salud, Universidad de Washington. Las opiniones vertidas en este artículo no representan la posición de las instituciones en donde trabaja el autor.

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