El PRI y sus demonios

De negro, premonitorio, vestía Mario Ruiz Massieu cuando subió al cuarto piso de la sede de la CNOP aquella mañana del miércoles 28 de septiembre de 1994. Una ambulancia de la Cruz Roja —una primera, de paramédicos privados, fue descartada— llevaba a su hermano José Francisco (exgobernador de Guerrero, entonces secretario general del PRI) al Sanatorio Español. 

La única bala disparada por Daniel Aguilar Treviño había trozado la yugular del también excuñado del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari. En su intento de huida, el sicario de origen tamaulipeco tropezó con el policía que resguardaba la sucursal de Banca Serfín en Reforma y Lafragua. Enseguida, detenido por los guaruras de la única víctima mortal de ese atentado.

“Debo pedir que en este momento se apegue Usted a tu investidura”, le pidió Heriberto Galindo Quiñones, diputado electo y futuro coordinador de la bancada sinaloense en San Lázaro, quien iba en el asiento del copiloto del Buick Plata donde fue lesionado Ruiz Massieu. Los priistas entregaron al asesino al entonces subprocurador general y de inmediato, lo trasladaron a los separos de la policía judicial en la delegación regional de la PGR.

Habían pasado seis meses del crimen de Luis Donaldo Colosio. Y el tricolor ya estaba enzarzado en una crisis profunda, de la que nunca se ha recuperado. La disputa por la candidatura presidencial había debilitado al salinismo y Galindo Quiñones —en esa hora crítica— quiso disuadir una represalia.

Su llamado fue ignorado. La hipótesis del asesino solitario había contaminado la investigación del magnicidio de Colosio. Mario Ruiz Massieu pediría al presidente Salinas que lo dejara encabezar las pesquisas del ataque a su hermano y hasta que renunció al cargo —ya en el sexenio zedillista— sostuvo que la lucha interna por el poder fue el germen del tiroteo a las afueras del hotel Casablanca.

En el complot para matar a quien hubiera sido secretario de Gobernación, según Ruiz Massieu, participaron una docena de cuadros priistas tamaulipecos, todos vinculados con Raúl Salinas de Gortari. La cúpula partidista —encabezada por Ignacio Pichardo Pagaza y María de los Ángeles Moreno— desacreditó al fiscal.

“Los demonios andan sueltos y han triunfado”, sentenció cuando —forzado por las presiones— tuvo que renunciar a la subprocuraduría. Ya había pasado el error de diciembre y la destrucción del legado y la reputación del salinismo era inevitable.

Han pasado tres décadas de esos funestos acontecimientos, previos a la etapa de la alternancia en el poder, tras de la que Morena accedió al poder. El PRI pasó de ser el partido hegemónico a compactarse en un bloque opositor, minoritario.

Aquella fue una de las bancadas más nutridas del PRI en la historia reciente. Muy pocos de esos 300 diputados siguen en la cúpula partidista. Emilio Suárez, hijo de Ana María Licona —la doctora que brindó asistencia médica a Ruiz Massieu hasta que llegaron los paramédicos—ahora representa al tricolor en el Consejo General del INE y Augusto Gómez Villanueva es uno de los principales asesores de Alejandro Moreno Cárdenas.

Dulce María Sauri Riancho también formó parte de esa legislatura. Y ahora está entre los distinguidos militantes que han increpado a Alito. Claudia Ruiz Massieu Salinas, hija del extinto político, dejó las filas del tricolor y ahora es diputada federal por Movimiento Ciudadano (hace dos semanas tramitó una licencia temporal).

Han pasado 30 años. El país emprendió una escabrosa ruta, aunque el PRI nunca modificó su rumbo. Ahora, obligado por un azaroso cambio de régimen, el tricolor nuevamente debe adaptarse a una circunstancia desventajosa, quizá la peor de su historia.

Lejos de erigirse como una alternativa electoral y al margen de desplantes e ilusorias gallardías, está obligado a definir su papel en el espectro opositor.