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Retrato de Claudia
Esta semana, la revista estadounidense The New Yorker publica un perfil extenso de la presidenta Claudia Sheinbaum. El texto recorre sus orígenes familiares, su incursión en la política, su relación con el expresidente López Obrador, y su actual gestión al frente del país, marcada lo mismo por la interlocución con Donald Trump que por la crisis de desaparecidos y el hallazgo en Teuchitlán, Jalisco, apenas el mes pasado.
Rescato esta publicación porque, desde mi perspectiva, logra algo inusual: retratar a Sheinbaum en sus contradicciones, sin idealizarla ni condenarla. Un retrato que no embellece, pero tampoco deforma. Como toda buena crónica, sugiere más de lo que afirma. El subtítulo funciona como brújula del texto y de su sexenio: “¿Podrá Claudia Sheinbaum gestionar las exigencias de Washington y la frágil democracia de su propio país?”
Respecto a la relación con Estados Unidos, no hay margen para el misterio. Se trata de un límite natural al llamado “segundo piso de la transformación”. No sólo por el impredecible vaivén trumpista, sino por las condiciones estructurales que la integración ha impuesto sobre México: la dependencia exportadora, la vulnerabilidad arancelaria, y la exposición permanente a un escenario donde la incertidumbre se ha convertido en rutina.
Vale un breve apunte aquí. En el mundo de la psicología, es casi axioma que lo que más cuesta a los seres humanos no es la tragedia, sino la incertidumbre. Tal vez por eso la prensa, tanto nacional como extranjera, ha elogiado a Sheinbaum por saber navegar el caos trumpista. A casi cien días del regreso de Trump a la Casa Blanca, muchos ya identifican ciertos patrones, incluida la presidenta. “Sheinbaum se ha convertido en una observadora aguda del comportamiento de Trump”, anota el artículo.
Sin embargo, el reconocimiento no debe distraernos de los hechos: el gobierno de Sheinbaum ha cooperado —y cedido— como nunca ante las exigencias de Washington. Como si hubiese alternativa. Basta mirar el diseño de la estrategia de seguridad: más técnica, más focalizada, pero todavía insuficiente para contener la violencia.
La inseguridad es otro gran límite para este gobierno. El sexenio comenzó con masacres en Sinaloa, ejecuciones en Tabasco, y fuego cruzado en Colima. “Los grupos criminales se han convertido en una fuerza letalmente poderosa”, dice el texto. En efecto, en varias regiones del país, las organizaciones criminales son reguladores de facto: imponen normas, cobran impuestos informales como el derecho de piso, dictan los códigos de convivencia, financian campañas y eligen candidatos —pronto, también jueces.
Y, en medio de todo esto, el hallazgo del campo de exterminio en Jalisco. Un recordatorio brutal de la tragedia de los desaparecidos. Un tema del que nadie quiere hablar y que dentro del oficialismo muchos prefieren negar. Se trata de una herida expuesta: con todo el poder que concentra el gobierno, la indignación social por el manejo torpe y deshumanizado del tema golpea tanto a la presidenta —la activista, la hija del ’68 y la defensora de derechos humanos— como a la democracia.
Pero más allá de los límites, hay un instrumento que el oficialismo ha afinado con precisión quirúrgica: la mañanera. Como bien sugiere el perfil, allí se controla la narrativa, se moldea la realidad. Un colega me preguntó si había alguna diferencia entre la mañanera de López Obrador y la de Sheinbaum. Le respondí que no. Cambia el tono —menos confrontacional, más ejecutivo, más parco—, pero la función es la misma: definir los términos del debate público.
Por eso no sorprende que, tras los anuncios arancelarios de Trump, media mañanera se dedique a hablar de Estados Unidos y la otra media a campañas contra las cataratas o el dengue. Porque, claro, ambos temas son igual de urgentes, igual de estratégicos. Así es como el gobierno construye su propio autorretrato: entre la realidad de los hechos y la lógica de la propaganda.