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Cómo sacar a la economía del páramo
El monopolio es algo poderoso, sobre todo en lo que respecta a las ideas económicas. Si los economistas quieren resolver los problemas que preocupan a la gente, deben dejar de tratar la producción como una cuestión de último momento y aceptar, como lo han hecho todas las demás ciencias naturales y sociales, que las teorías del equilibrio son una reconfortante reliquia del siglo XIX.

AUSTIN – En un notable catálogo de horrores para The New York Times, el periodista Ben Casselman detalla los “principios centrales” de la economía ortodoxa que han caído en la desgracia política: el libre comercio, las fronteras abiertas, los impuestos al carbono, la austeridad fiscal. Como enviado a cubrir la reciente reunión anual de la American Economic Association en San Francisco, Casselman señala los problemas que los economistas no han resuelto: la desindustrialización, la debacle de 2008 y la recesión que le siguió, la desaceleración del crecimiento a largo plazo. Y destaca sus más grandes errores de previsión: la crisis financiera de 2007-09, el shock de precios de 2021-22 y la transitoriedad de la inflación resultante, que por el momento ha retrocedido sin provocar recesión.
Con admirable moderación, Casselman menciona la opinión de Jason Furman de que los economistas tienen que “hacer un mejor trabajo” en lo referente a comprender “los problemas que preocupan a la gente” y la observación de Glenn Hubbard de que demasiados profesionales se han mostrado “desdeñosos e insensibles” frente a esas preocupaciones. No es broma.
No sorprende que en esta reunión de economistas “de primer nivel”, un periodista se encuentre con semejante sarta de fracasos (y casi ninguna voz discrepante). Por supuesto, hay economistas que van contra la corriente con sus ideas respecto de los aranceles y el desarrollo, el fraude y las crisis financieras, las raíces de la desindustrialización en los años ochenta, la política industrial y medioambiental, el dinero, el déficit y la deuda. Pero cuando estos expertos van a las reuniones (que están bajo control firme de la ortodoxia), se los destierra a una sala más pequeña en un hotel satélite. Ningún error avergonzará tanto a los economistas “de primer nivel” como para que renuncien a los espacios principales.
El poder de lo convencional está muy arraigado en la normativa institucional. Para ser un economista “de primer nivel”, hay que ser titular en un departamento de economía “de primer nivel”, lo que a su vez exige publicar en una revista “de primer nivel”: pasar por un ojo de aguja que los ortodoxos controlan con mano firme. La única otra senda hacia el prestigio profesional es un nombramiento para un puesto de alto nivel en la Casa Blanca, la Reserva Federal, el Tesoro de los Estados Unidos o tal vez el Fondo Monetario Internacional. Los académicos heterodoxos están dispersos, sus departamentos están subfinanciados y aparecen muy atrás en los listados. Sostener una opinión discrepante coherente (sobre todo si es fundamentada) los excluye del tipo de reunión que observó Casselman.
Pero nada de esto basta para explicar por qué la economía ortodoxa tiene un historial tan pobre y por qué formula recomendaciones pésimas y, a menudo, políticamente imposibles. Sobre el tema de la inflación, la expresidenta del Consejo de Asesores Económicos Christina Romer señaló: “Aquí estamos todos, tratando de diagnosticar qué salió mal”. Ese comentario se podría aplicar a todos los temas del catálogo de Casselman.
Oren Cass, un talentoso polemista conservador que hizo de contrapunto a los economistas ortodoxos (en su mayoría moderados y liberales) reunidos en San Francisco, no anda muy equivocado cuando postula que “todo fue un error”. Cass nombra con razón la teoría de las ventajas comparativas como uno de los principales errores de la disciplina (aunque dista mucho de ser “el error más básico” y no funciona tan bien en el aula como él afirma).
Lo de las ventajas comparativas (un ejercicio teórico sin aplicación en el mundo real) lo inventó David Ricardo, un corredor de bolsa británico de principios del siglo XIX, para promover y justificar una política de libre comercio que apoyaba de antes. La teoría de Ricardo era favorable a los intereses nacionales (el libre comercio beneficiaba a la potencia económica dominante, que era Gran Bretaña) y a la clase comercial e industrial en ascenso. En los Estados Unidos de aquella época, el libre comercio era la política de los agricultores. No se afianzó hasta mediados del siglo XX, cuando Estados Unidos sustituyó a Gran Bretaña como primera economía industrial del mundo. Antes de eso, el “sistema americano” era el proteccionismo comercial, con paralelos en Alemania y muchos imitadores en Asia.
Hay una explicación más profunda que puede inquietar incluso a Cass. Los economistas derivan sus teorías de la parábola del intercambio y del supuesto de que los mercados son la institución económica fundamental. Esto les permite tratar la producción como una cuestión secundaria (organizada en pseudomercados de trabajo, capital, tecnología, etc.) y aferrarse a una ilusión de equilibrio. La reconfortante idea en la que se basan los modelos de los economistas es que (dejando a un lado problemas como el monopolio) todo lo resolverá el mercado en algún escenario ideal.
En todos los demás campos del conocimiento humano, las teorías de equilibrio perdieron vigencia después de mediados del siglo XIX, cuando la evolución y la termodinámica pasaron a dominar el pensamiento científico. Los economistas ortodoxos son los únicos que se resisten y prefieren las certezas triviales de modelos matemáticos autocontenidos al contacto con el mundo real.
Una visión termodinámica entiende que lo primordial es la producción, no el intercambio. Sin producción, no hay nada que intercambiar. Para adquirir y movilizar los recursos necesarios para la producción, las organizaciones tienen que invertir en capital fijo, algo que harán con la esperanza de obtener beneficios. Esas inversiones siempre son inciertas. Y todas las actividades deben estar reguladas, como se regula la tensión arterial o la temperatura del motor del coche.
No puede haber un mercado sofisticado (en realidad, no puede haber ningún mercado) sin un gobierno, y no puede haber gobierno sin fronteras y límites que determinen su jurisdicción. Eso alcanza para explicar por qué la globalización no podía sino terminar en caos.
No cuesta tanto ajustar el modo de pensar a este bien establecido paradigma, como han hecho hace mucho tiempo todas las otras ramas de las ciencias naturales y sociales. Al hacerlo, muchas cuestiones de la formulación de políticas (el comercio, la desigualdad, la energía, los tipos de interés y las tasas de descuento, el déficit y la deuda, el poder monopólico) pasan a primer plano. Pero no habrá ningún avance mientras una escuela de pensamiento anticuada monopolice los recursos de los que dependen las universidades, las revistas, los ascensos, los fondos para investigación… y los espacios principales en las reuniones anuales de los economistas.
El autor
James K. Galbraith, catedrático de Relaciones entre el Gobierno y la Empresa y profesor de Gobierno en la Universidad de Texas en Austin, es coautor (con Jing Chen) de Entropy Economics: The Living Basis of Value and Production (que será publicado este año por University of Chicago Press).
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