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¿Sobrevivirá la normativa bancaria internacional en un mundo fracturado?
El Banco de Pagos Internacionales se ubica en Basilea, en gran medida porque la disposición del sistema ferroviario europeo hace un siglo lo convertía en un punto de encuentro conveniente para los gobernadores de los bancos centrales. Hoy, sin embargo, no son las líneas ferroviarias, sino las fallas políticas, las que atraviesan Basilea y amenazan con desestabilizar la arquitectura financiera global.

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LONDRES – En Basilea sigue el invierno y hace frío. Y el clima no es mucho más agradable dentro de la intimidante Torre del BPI (sede del Banco de Pagos Internacionales), donde equipos multilingües de economistas y reguladores se preocupan por el futuro, ahora que las tensiones transatlánticas que han dividido a la OTAN empiezan a sentirse en el mundo financiero.
Quien tenga larga memoria (o al menos cierta familiaridad con la historia) sabrá que, en la década de 1920, mientras se incubaban los planes para crear el BPI, Estados Unidos no quiso participar. El asiento que le hubiera correspondido lo calentó J. P. Morgan en su lugar.
En la Conferencia de Bretton Woods (1944), Estados Unidos sostuvo que, tras la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, el BPI ya no era necesario y propuso formalmente su abolición. Tuvo que intervenir John Maynard Keynes en persona para convencer a Estados Unidos de la conveniencia de conservar el BPI como un ámbito de encuentro propicio para los banqueros centrales. Pero nunca ha habido un estadounidense al frente del BPI; su director general entrante, Pablo Hernández de Cos, es español.
Aunque el BPI en sí no esté todavía en riesgo, su sede alberga una mescolanza de organismos regulatorios, entre ellos el venerable Comité de Supervisión Bancaria de Basilea y el Consejo de Estabilidad Financiera (FSB, por la sigla en inglés), así como varios grupos encargados de fijar normativas internacionales para aseguradoras, sistemas de protección de depósitos y buena parte de la flora y fauna del mundo financiero.
En este momento, el BPI y sus organismos afiliados están ocupados terminando de definir la normativa “Basilea 3.1”, una serie de regulaciones para los “intermediarios financieros no bancarios” (por ejemplo, fondos de cobertura y de capital privado, que representan una proporción creciente del nuevo otorgamiento de crédito) y enfrentando los retos del mundo de las criptomonedas. Obviamente, también están preocupados por el impacto del cambio climático en el sector financiero.
Son temas difíciles, donde a las autoridades regulatorias mundiales, por más que trabajan para alcanzar acuerdos internacionales siempre que sea posible, les cuesta obtener consensos. Aunque los pormenores de la regulación financiera todavía no son alta prioridad en la agenda del nuevo gobierno estadounidense, parece seguro afirmar que las ideas del presidente Donald Trump están muy lejos del perímetro de Basilea.
Ya ha habido de esto algunos indicios. En enero, la Reserva Federal se retiró de la Red para la Ecologización del Sistema Financiero, un gran grupo de bancos centrales dedicado a enfrentar el problema de cómo aislar el sistema financiero de los efectos desestabilizadores del cambio climático y de las consecuencias no deseadas de los esfuerzos de mitigación. Y antes de eso, la presión de los estados norteamericanos bajo control republicano provocó el colapso de varios grupos creados por las Naciones Unidas y el exgobernador del Banco de Inglaterra Mark Carney, por ejemplo, la Net Zero Insurance Alliance.
Pero los organismos mencionados no son piedras basales del edificio financiero mundial. Lo que preocupa más es el futuro del Comité de Basilea en sí. Durante la campaña electoral estadounidense, la última etapa en la definición de la normativa “Basilea 3.1” (también llamada “Basel Endgame”) se convirtió en un rehén de la política, al proponer la Reserva Federal un aumento considerable de los requisitos de capital para los bancos. Los republicanos opusieron firme resistencia al plan y, con la renuncia de su principal defensor en la Fed, el vicepresidente de supervisión Michael Barr, su futuro se ve muy incierto.
Mientras tanto, las autoridades regulatorias en la Unión Europea y el Reino Unido han aplazado sus propios planes de reforma hasta ver cómo evoluciona el debate en Estados Unidos. Pero un resultado tranquilizador parece cada vez más improbable.
Un mundo donde los bancos estadounidenses tengan requisitos de capital muy inferiores a los que deben cumplir sus homólogos europeos o japoneses sería inmanejable. Y si, en la práctica, la Reserva Federal abandona Basilea 3.1, ¿para qué servirá el Comité de Basilea? Ya tiene una agenda muy escasa, y ni siquiera sería seguro que Estados Unidos siga formando parte. Esta vez J. P. Morgan no puede ocupar el lugar de la Fed (y, en cualquier caso, las opiniones del director ejecutivo de JPMorgan Chase, Jamie Dimon, sobre Basilea son irreproducibles).
Lo mismo ocurre con el FSB, que nunca ha entusiasmado a los políticos estadounidenses. El exsecretario del Tesoro de los Estados Unidos Larry Summers (muy alejado de ser trumpista) intentó estrangularlo al nacer, y la agenda actual del organismo es bastante incompatible con las prioridades del nuevo gobierno. Por ejemplo, el FSB ha iniciado un proceso de consulta sobre la posibilidad de imponer límites de apalancamiento a los fondos de cobertura (idea que no goza de gran popularidad en los campos de golf de Florida).
En el ámbito de las criptomonedas, las divisiones son cada vez más visibles, sobre todo en lo referido a la creación de monedas digitales de bancos centrales. El Banco Central Europeo sigue adelante con sus planes de lanzar un euro digital, algo que considera una cuestión de soberanía monetaria. ¿Debe la UE seguir a merced de los vientos de la política exterior estadounidense, sobre todo cuando Estados Unidos ya ha usado como arma el sistema mundial de pagos basado en el dólar y puede volver a hacerlo?
Es una pregunta muy pertinente, en vista de la falta de entusiasmo de los funcionarios estadounidenses en relación con las monedas digitales oficiales. Trump ha prohibido en forma expresa que la Reserva Federal trabaje en la creación de un dólar digital, con el argumento de que interferiría con las stablecoins y memecoins del sector privado; y las autoridades regulatorias mundiales se devanan los sesos tratando de entender las implicaciones a largo plazo de un euro digital sin equivalente estadounidense.
Que el BPI esté en Basilea se debe en gran medida a que, hace un siglo, el trazado del sistema ferroviario europeo lo convertía en un punto de encuentro conveniente para los gobernadores de los bancos centrales. Pero hoy no son vías férreas, sino líneas de fractura políticas las que atraviesan Basilea y amenazan con desestabilizar la arquitectura financiera mundial. ¿Sobrevivirá la Torre de Basilea o se convertirá en una nueva Torre de Babel, un lugar de muchas lenguas donde las mentes ya no se encuentran?
El autor
Howard Davies, ex vicegobernador del Banco de Inglaterra, es presidente del NatWest Group.
Traducción: Esteban Flamini
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