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Opinión

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Venciendo del tiempo los rigores

Foto: Especial

Al sepelio de la madre Juana Inés, efectuado en el coro bajo del templo de San Jerónimo, solo pudieron asistir sus hermanas jerónimas. Nadie quería acercarse. Todo estaba solitario y callado. Se dijo que miembros del Cabildo de la Catedral habían querido ir al funeral y el canónigo Francisco de Aguilar lamentaba mucho no haber realizado las exequias, pero no llegó nadie. Tampoco se presentó Carlos de Sigüenza y Góngora, amigo fiel de la difunta; aunque corrió la voz de que le había escrito una Oración Fúnebre, mas nadie la escuchó ni pudo hallarla.

El enterrador localizó el sepulcro más antiguo. Lo abrió, retiró los huesos que se hallaban ahí, los colocó en el osario y dejó listo el hueco donde el cuerpo de aquella ilustre mujer, la monja, la poetisa, la rebelde, la castigada hija de Dios, reposaría; con suerte, aguardando la vida eterna. Se supo que todavía tenía más de cien libros y había redactado su testamento, pero no heredó más que un niño Dios, algunos cuadros de concha nácar y un legajo de papeles. Y que las imágenes religiosas que estaban colgadas en su celda se las dejó al arzobispo.

Aunque la enterraron el mismo día de su muerte, el 17 de abril de 1695, y la noticia se esparció como la espuma, todavía estaba fresco en el recuerdo del proceso episcopal en su contra que la había condenado a “entregar sus bienes y biblioteca al arzobispo”, a “abjurar de sus errores” y no publicar más. Envuelta en una tristeza más grave que la muerte, más devastadora que cualquier epidemia, Sor Juana escribió una misiva que se convertiría en un clásico de la literatura mexicana, la famosa “Carta respuesta a Sor Filotea de la Cruz”, donde, con el ingenio que ya había demostrado, se defendía a sí misma y abogaba por los derechos de las mujeres de dedicarse al estudio, la ciencia y las letras. Una composición magistral en la que explicó que podía renunciar a las formas, pero nunca a la hechura de su espíritu. Fue su ruina.

El fuego de sus ojos, antes llenos de soberbia, se convirtió en chispa y toda su rebeldía se derritió en silencio. De su puño y letra, sólo aparecieron sumas y restas de los remedios para la epidemia que había infectado al convento y que ella administraba a sus hermanas contagiadas y que debía comprar. Ya ni siquiera presumía cómo cambiaba la alquimia de los guisados para devolver la salud a las enfermas. Horas de trabajo agotador y el contacto con las infectadas debilitaron a Juana Inés desde principios del mes de abril. Todavía nadie sabía curar la plaga y nueve de cada diez enfermas se morían.

Juana Inés no tardó en contagiarse. Soportó sin queja alguna el dolor que se apoderaba de su cuerpo hasta dejarla gélida, casi impávida y se había quedado muda. Sin embargo, cuentan que aquel día fatal la fiebre le devolvió el habla y la puso a gritar enloquecida. Rezaba con versos, llamaba a Santa Paula y juraba nunca volver a pronunciar el nombre de Dios en vano. Pedía que leyeran lo que, en el Libro de Profesiones del convento, había escrito como última voluntad y últimas letras:

“Aquí arriba se ha de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima madre, a mis amadas hermanas, las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su madre. Yo, la peor del mundo”:

Llegaron las cuatro de la mañana y en su celda del convento de San Jerónimo, la célebre Juana de Asbaje y Ramírez Santillana, mejor conocida como sor Juana Inés de la Cruz, la más versada en literatura, teología, astronomía, música, pintura, filosofía y poesía, merecedora de respeto y admiración y venerada por su extraordinario manejo de la pluma, a la que se le impuso el título de la Décima Musa, despareció de este mundo.

Octavio Paz, su más prolijo y dedicado biógrafo, en otro aniversario de su muerte, en su honor, compuso el siguiente verso: Juana Inés de la Cruz, cuando contemplo/ las puras luminarias allá arriba/ no palabras, estrellas deletreo.

Nosotros podemos conmemorarla leyéndola a placer, para darnos cuenta que Sor Juana ha vencido los rigores del tiempo. No olvide, lector querido, que el aniversario de los 300 años de su muerte también es Jueves Santo.

Foto: Especial

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