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Opinión

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El Metro: negligencia criminal

No hay desastres naturales: las pérdidas humanas o materiales se dan cuando no se toman las precauciones debidas ante posibles inundaciones, deslaves o temblores y, por ejemplo, se edifica al lado de un río, se deforestan los cerros o se construye sin respetar las normas. En el mismo sentido, el choque de trenes en la Línea 3 del Metro capitalino no es un mero “accidente”. Es una catástrofe anunciada. Pese a múltiples advertencias, denuncias de usuarios y del personal, las autoridades han desdeñado destinar los recursos necesarios para supervisar, corregir, reparar, mantener elementos tan cruciales para la seguridad del Metro como el sistema de comunicación, la iluminación en los túneles, el estado de los trenes, por no mencionar ya fallas que lastiman a muchos, pero no ponen en riesgo la vida, como la recurrente inmovilidad de las escaleras eléctricas.

El choque de trenes de este sábado no es un “accidente más” ni menos un “incidente”, como han querido minimizarlo quienes forman parte del mismo aparato que hace veinte años transformó las inundaciones en “encharcamientos”. El Metro, he reiterado en esta columna, no es prioridad para las autoridades actuales que prefieren despilfarrar recursos en un oneroso “Centro cultural Chapultepec” y en un tren depredador que arruinará el paraíso del sureste. Si la arbitrariedad y la corrupción indignan, la negligencia criminal, que ni siquiera ante la pérdida de vidas humanas frena sus excesos, duele y enfurece.

Da rabia y desolación que ni el incendio del Centro de Control ni el desplome de la Línea 12 (con)movieran u obligaran a la jefa de gobierno, a los funcionarios responsables de la movilidad y al Congreso de la CDMX, a reconocer la urgencia de restaurar y garantizar un servicio público del que dependen 5 millones de personas al día, para ir a trabajar, estudiar, abastecerse, salir de su barrio. Cada una de ellas, cualquiera que sea su ocupación o clase social, tiene derecho a contar con transporte público seguro y confiable. Reducir el presupuesto del Metro o aumentarlo raquíticamente denota discriminación institucional e indiferencia criminal: ¿no importa el duelo de decenas de familias? ¿no importan cientos de personas heridas y traumatizadas?

¿Por qué las autoridades han ignorado las evidencias de deterioro que exhiben todas las líneas? ¿Por qué “quienes lo usan no tienen poder político”? ¿Por qué a ese público “no le queda de otra”? ¿Por qué en este México sangriento “la vida no vale nada”? ¿Por qué con becas, pensiones o amenazas se puede imponer silencio? ¿Por qué la capital es sólo un peldaño para luego destruir al país?

¿Para qué quiere el poder el partido gobernante? No para mejorar la vida de la gente, como prometió. Si así fuera, habría aumentado, no disminuido, el presupuesto del Metro que sigue siendo menor al de 2018. Si el “bienestar de la gente” le importara, no habría colas kilométricas en la parada de Metrobús y autobús de Balderas, donde termina ahora la Línea 1, en reparación. Como les da lo mismo, también redujeron el presupuesto de RTP para 2023. Así, el Congreso y las autoridades ejecutivas de la CDMX son corresponsables de las muertes, heridas y traumas físicos que han sufrido usuarias/os del Metro bajo su gobierno. También les corresponde la carga de cansancio, estrés y pérdida de salud mental y física de quienes pasan valiosas horas de su vida en medios de transporte atestados e inseguros y, ante la falta de alternativas reales, tendrán que dormir menos o gastar más.

Culpar a administraciones pasadas (no tan ajenas) o denostar a la sociedad y a la “oposición” por señalar su negligencia y responsabilidad corrobora el total desprecio del gobierno capitalino (y aliados) hacia las verdaderas víctimas directas e indirectas del estado catastrófico del Metro: esos millones de personas a quienes no dejan más opción que arriesgarse a viajar con miedo, miedo de llegar tarde, quedarse sin pago, de no llegar, de perder la vida.

kg

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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