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Arte e Ideas

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El recurso de miedo

¿Quién es capaz de asustarse cuando los cineastas arrojan lo que sea desde las pantallas para sacudirnos?

Hace una década fue el descubrimiento del cine de terror asiático, después fue el español, ambos abrazados y replicados por Hollywood hasta exprimir todo valor nutricional de su contenido, estética o cualquier recurso que alguna vez se pudiera haber pensado como novedoso.

En los inicios del cine, hacía falta oscuridad, deformidad y el genio de alguien como Murnau para perturbar a los espectadores primigenios. Claro que hablamos de los mismos tipos que se horrorizaban cuando la locomotora de los Lumiére se les venía encima.

De esos monstruos clásicos (Frankenstein, el de la laguna verde) pasamos rápidamente a las amenazas del espacio exterior. Estas podían venir en forma de un humanoide metálico o como sugería la primera de las Body Snatchers (1956) de todos los que te rodean. La premisa ahí era inmejorable: en un pequeño pueblo estadounidense, de esos que gritan inocencia y los valores del sueño americano, llegabas a tu casa y tu esposa ya no era ella misma.

Viene después esa época de temor a la desmesura. El mundo fuera de proporción resultaba insoportable: hormigas gigantes, pájaros monstruosos, gorilas descomunales escalaban edificios, y hasta mujeres de 12 metros de altura y poca ropa que pisoteaban automóviles.

Con la guerra fría el terror al otro encontró una nueva vertiente en el comunismo, el enemigo político e ideológico: incluido el lavado de cerebro, actos de terrorismo y magnicidio (Saboteur de Hitchcock o El candidato de Manchuria de Frankenheimer son perfectos antecesores de la paranoia de la era Bush).

Pocos antecedentes (como M de Lang) anticipaban la oleada de asesinos seriales que aterrizaría en Hollywood después del Norman Bates de Anthony Perkins. Por lo menos hasta Hannibal Lecter. No tiene caso detenerse en el cine slasher que nos regaló a Michael Myers, Jason o a Freddy Kruger entre otros, estos son variantes decerebradas del cine de monstruos.

El terror alternó durante décadas entre el cine llamado serie B, que era su destino natural y se exhibía en autocinemas y funciones para llevar a la novia. Hasta que fue migrando a la primera línea de Hollywood (algo se le debe a Tiburón de Spielberg). Pero estas cintas nunca buscaban realmente horrorizar, su función era el entretenimiento del circo, pero en celuloide. Tanto el multiplex como el video fueron medios ideales para el renacimiento de un género que nunca murió en la agenda de Roger Corman.

Llega una fase donde el horror es casi religioso, donde Satanás, su anticristo y las posesiones diabólicas de personas, casas y objetos eran la norma. Ni hablar del furor de grupos de adolescentes y cabañas en el bosque (desde El despertar del Diablo de Raimi hasta Cabin in the woods de Goddard).

El miedo a los otros, como sentimiento masivo, se consolida en los zombies de George A. Romero gracias a The Walking Dead y las populares series de libros y cómics que la acompañan.

El horror también vino del propio cuerpo, fueran manos mutiladas buscando estrangularnos, o criaturas surgiendo del vientre como indigestión terrible (Alien).

Los asesinos seriales llegaron al mainstream con Lecter, Aileen Wuornos, el Hijo de Sam o el Zodíaco. La locura y lo irracional fueron el nuevo terror y ese se lo debemos en buena medida a Stephen King o al inconsciente de Stanley Kubrick, pregúntenle a los delirantes especuladores de Room 237.

¿Quién sigue teniendo miedo? ¿Quién es capaz de asustarse en una época en que los cineastas arrojan lo que sea desde las pantallas con tal de sacudirnos? Hay adolescentes que se enorgullecen de soportar la película que sea sin respingar, como si fuera una virtud y estandarte de su madurez. Claro que no se asustan. ¿Es posible tener miedo si no tienes nada que perder? Sea la familia, los hijos, el patrimonio material, la razón o el amor. El verdadero miedo nace cuando nos damos cuenta que tenemos miedo a la muerte. A nuestra muerte.

No me interesa el tema de las fobias a los insectos o a miedos más reales. O a miedos más cotidianos como un ajuste de dentadura en el recreo. Hay algo claro, si nos acercamos al cine con la mirada sobrada y puedolatodas del escéptico, nunca nos asustaremos, pero tampoco seremos capaces de jugar con aquello de suspender la incredulidad y disfrutar del cine (o la literatura) como oportunidad para experimentar vidas alternas a la nuestra.

Para asustarse en el cine hay que, voluntariamente al principio, creérsela un poco.

La ficción es fundamental para ejercitarse en eso que llamamos empatía, para ponernos en los zapatos de los demás y que entonces, auténticos horrores como The Act of Killing o los encabezados del periódico, dejen de ser paisaje mediático y tengan un impacto en nuestra conciencia colectiva.

Para los que aman la literatura de autoayuda hay una buena lección, gracias a que jugamos a asustarnos por una horda de vampiros asesinos, podemos ser mejores personas.

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