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¿Están aumentado las infecciones virales o sólo las detectamos más que antes?

Foto: Shutterstock

La pandemia parece haber provocado un comportamiento inusual de algunos virus usuales. Especialmente los de transmisión respiratoria.

En la temporada 2020-2021 prácticamente no hubo casos de gripe. La temporada 2021-2022 empezó con registros bajos pero, de forma insólita, se ha ido estirando durante la primavera hasta prácticamente llegar al verano. Interesantemente, un linaje clásico del virus de la gripe (Influenza B Yamagata) parece haber desaparecido. O al menos no se ha aislado en los últimos meses.

El otro “gran” virus respiratorio, el virus sincitial respiratorio (VRS), redujo notablemente su incidencia en 2020 y 2021. Pero también él ha mantenido comportamientos extraños, con brotes en verano y fuera de su temporada habitual.

Menos catarros, más tuberculosis y viruela del simio

Los coronavirus estacionales, causantes de cuadros catarrales, también redujeron su presencia estos últimos años. Los rinovirus, sin embargo, causantes del resfriado común, parecen haberse mantenido estables o incluso aumentado durante la pandemia. Un dato que sugiere que pueden utilizar vías de transmisión diferentes a otros virus respiratorios. Incluso podemos conjeturar que son menos sensibles a las medidas de mitigación y distancia social.

En el caso de la tuberculosis (un bacilo), a nivel mundial y tras una década de continuos descensos, las muertes han aumentado hasta 1,5 millones, aun con una reducción de los casos reportados. Sin embargo, en algunos lugares, como el Estado de Washington, se han reportado brotes muy importantes durante la pandemia.

Más allá de los virus respiratorios, este año nos han sorprendido los adenovirus, asociados a los brotes de hepatitis aguda infantil de causa desconocida (sin que la causalidad esté claramente establecida). Afortunadamente, en Reino Unido y Europa los casos parecen ir remitiendo en las últimas semanas, sin tampoco una explicación aparente para el descenso.

Obviamente, también nos ha alarmado el virus de la viruela del simio (monkeypox). Con múltiples brotes fuera de su área endémica en África Occidental, y con grupos de población y vías de transmisión aparentemente poco usuales en este virus.

¿Qué ha cambiado con la pandemia?

Los cambios en el comportamiento de los virus tienen varias explicaciones posibles. La primera, obvia, es que muchas de las medidas adoptadas para mitigar la transmisión del SARS-CoV-2 dificultaron también la transmisión de otros virus.

Las medidas de distancia social, mascarillas, prohibición de eventos multitudinarios, limitaciones a los viajes de ocio y trabajo (incluyendo los intercontinentales), reducción de aforos y ventilación de espacios interiores, lavado de manos y alguna otra parecen suficientes para explicar la reducción de infecciones de transmisión respiratoria y por contacto en el periodo pandémico.

Otra explicación –especulativa, y derivada de la anterior– sería que los rivales microscópicos del SARS-CoV-2 han evolucionado para mejorar su adaptación a la presión selectiva causada por las medidas de mitigación. Evolutivamente, se irían seleccionando cepas capaces de competir mejor con el SARS-CoV-2.

Más plausible parece que la falta de exposición reciente a algunos virus nos haya vuelto más susceptibles cuando abandonamos las medidas de mitigación. O que la menor exposición nos dificulte desarrollar mejores respuestas inmunitarias una vez infectados y veamos casos más graves de las mismas viriasis. En este caso, no habrían cambiado tanto los virus como nosotros.

Una última explicación sería, simplemente, que nuestros sistemas de vigilancia epidemiológica (y nuestros medios de comunicación y nuestra percepción subjetiva de riesgos) se han vuelto hipersensibles a todo lo que suene a virus. Si estamos permanentemente en actitud de alerta detectamos más amenazas. Incluso interpretaremos como amenazas cosas que antes no nos lo parecían.

Cuanto más miras, más ves

La incidencia registrada de muchos problemas de salud es muy sensible al tipo e intensidad de las actividades de detección. Hablamos de sesgo de vigilancia (surveillance bias) cuando estos problemas de salud se buscan con una intensidad diferente entre poblaciones, en el tiempo, o según el entorno de atención y las características del paciente.

El “sesgo de vigilancia” nos hace encontrar más casos cuando no hay tanto cambios reales en la incidencia como diferencias en la intensidad de la detección: cuanto más miras, más ves. El caso de la tuberculosis es, posiblemente, el ejemplo inverso: redujimos la detección durante la pandemia y ahora encontramos los casos que habíamos perdido.

El impacto de este sesgo ha sido discutido en otras crisis de salud pública. Por ejemplo, tras el accidente nuclear de Chernóbil se detectó un incremento de cáncer de tiroides en las áreas cercanas. Probablemente era real pero también es probable que la propia búsqueda de cánceres tras el accidente sobrestimara el tamaño del incremento.

También está el caso de los incrementos en enfermedad de Creutzfeldt-Jakob asociados a la crisis de las “vacas locas” (encefalopatía espongiforme bovina) que podían ser explicados, en buena parte, por el mayor número de autopsias buscando esta enfermedad en personas mayores.

Un pariente cercano del “sesgo de vigilancia” es el llamado “sesgo de comprobación” (ascertainment bias). Se produce cuando la detección es diferencial entre grupos de población porque su exposición o su riesgo es diferente.

Por ejemplo, es más probable detectar casos de viruela del mono entre hombres que tienen sexo con hombres (MSM) que entre heterosexuales. Simplemente porque ante los mismos síntomas unos acudirán más que otros a los servicios sanitarios. Y porque, adicionalmente, los clínicos buscarán la enfermedad más entre las personas MSM que entre las heterosexuales.

¿La misma explicación para todos los virus?

Es posible que una única causa de las previamente comentadas no explique los aparentes comportamientos extraños de virus muy diferentes y con vías de transmisión diferentes. En unos casos seremos más susceptibles tras dos años sin exposición. En otros, estaremos sobredetectando. Incluso ambas cosas a la vez, en mayor o menor proporción.

Incluso es posible que en alguno de los ejemplos, como la viruela del mono o la hepatitis aguda infantil, estemos detectando ahora casos que llevaban tiempo, quizás años, circulando bajo el radar de nuestros sistemas de vigilancia.

Y es justo en esa cesta, en la vigilancia, en la que nos toca poner nuestros esfuerzos. Más que intranquilizarnos con especulaciones sobre la “salud mental” de los seres microscópicos, reforzar nuestros sistemas de vigilancia epidemiológica parece la mejor manera de abordar el futuro de nuestra relación con los virus.

Futuro que, por lo demás, cambio climático y globalización mediante, se antoja incierto y complicado.

Salvador Peiró, Investigador, Área de Investigación en Servicios de Salud, FISABIO SALUD PÚBLICA, Fisabio

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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