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Temblar como nosotros
El barco era la cama, las olas el movimiento de más de 7 puntos en la escala de Richter y la hora las 7:19 de la mañana.
El barco se topó con una ola de altísima cresta. Fue el movimiento, porque no hubo ningún ruido, lo que provocó el susto que terminaría con aquel sueño marítimo y absurdo, un despertar decepcionante donde no había ni playas ni marineros. El barco era la cama, las olas el movimiento de más de 7 puntos en la escala de Richter y la hora las 7:19 de la mañana. El calendario marcaba como día el 19 de septiembre y como año 1985.
Aquella marea se llevó una buena parte de la ciudad hacia el naufragio, desde construcciones domésticas, institucionales y de servicio público, hasta teatros, unidades habitacionales y lugares icónicos. Las noticias gritaban la lista del desastre con sus pérdidas humanas y enumeraban la destrucción: el Hospital General de México, la unidad de ginecología y la residencia médica; los módulos central y norte del edificio Nuevo León en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco; los edificios A1, B2 y C3 del Multifamiliar Juárez; Televicentro (actualmente Televisa Chapultepec), también los Televiteatros (actualmente Centro Cultural 1 y 2), el Hotel Regis que se había reducido casi a polvo. Severamente dañados los hoteles Del Prado y De Carlo, éste último ubicado frente al Monumento a la Revolución, y devastado el edificio de las costureras, que resultó el sepulcro de muchas de ellas, y reveló años de crueldad y abuso. En el Hospital Juárez, el Hospital General y el Centro Médico Nacional se rescataron a poco más de 2,000 personas porque en el derrumbe quedaron atrapados tanto personal como pacientes. Y como nunca habíamos sufrido una pesadilla igual convertimos tal temblor en legendario. Pero hoy ya sabemos que aquel mal sueño no ha sido el más terrible y que las pesadillas también tienen pasado.
Uno de los primeros movimientos de tierra que registra la historia de México ocurrió en 1475, año 9 caña, durante el reinado de Axayácatl. En una sola jornada intensos terremotos dejaron en ruinas todas las casas y edificios del Valle del Anáhuac. Hubo grietas y deslaves. Terror en la población. Silencio de los dioses.
El segundo, que provocó un pánico de igual intensidad, sacudió a la capital de la Nueva España el 21 de abril de 1776 a las cuatro en punto de la tarde. Colapsó la cárcel de la Acordada, sufrieron irreparables daños la Casa de Moneda, la Catedral, el Palacio Real, el Palacio del Arzobispo y los jardines privados del virrey. Los geólogos reportaron una duración de 4 minutos. Frailes y religiosas, escépticos, dijeron que la tierra se había movido más tiempo. Más de quince Padres nuestros y casi veinte Avemarías. Porque en la Colonia los temblores eran una cosa del demonio, solamente se medían con oraciones.
Revoluciones, caudillos, dos emperadores, liberales y conservadores fueron, vinieron y la tierra se siguió agitando. Por más que de pronto un sismo pudiera parecer providencial como el del 7 de junio de 1911, ocurrido el mismo día en que Francisco I. Madero entraba triunfalmente a la Ciudad de México los temblores de tierra no sólo cambiaron nuestra escenografía citadina destruyéndolo todo una y otra vez, sino que continuaron insistiendo en una feroz demostración: que, ante la naturaleza, los hombres no somos nada.
En la cronología del desastre parecía que habíamos visto todo. Hasta la transformación de nuestra Victoria Alada en un ángel caído.
El 28 de julio de 1957, con epicentro en Acapulco, con 7.7grados Richter, un temblor despertó a toda la Ciudad de México. La imagen de nuestra Independencia, bellísima fémina de ocho metros, con sus nueve toneladas de peso, cayó desde la eminente plataforma que ocupaba, a una altura de cuarenta y ocho metros y se hizo pedazos. El terremoto que ocurrió a las 2.45 de la madrugada estremeció hasta las más profundas entrañas del Valle de México y dejó a los habitantes de la capital estupefactos al ver la cabeza dorada tirada en el piso. (Como si al destino no le hubiera bastado haberse llevado a Pedro Infante.)
Por algunos años, los capitalinos, todavía no chilangos, se sintieron arrullados con los vaivenes de la tierra, como viajeros paseando en alta mar Pero de pronto el barco se topó con una ola de altísima cresta. Fue un brusco movimiento, porque no fue ruido, lo que provocó el primer susto. Después sí: golpes contra las paredes, el sonido estrepitoso de un árbol que se caía y remataba con un escándalo de mil cristales hechos pedazos. Entonces, todo y nada.
El barco era la cama, el árbol una estantería en el piso de abajo que no había tenido el equilibrio para sostener los jarritos y las porcelanas, el movimiento de las olas ocho puntos en la escala de Richter y la hora las 7:19 de la mañana. Fue el 19 de septiembre de 1985, para muchos el primer día del resto de una vida que iba a quedar destrozada sin remedio.
Antes de aquel temblor el universo nos causaba ingenuo asombro: acabábamos de enterarnos que el SIDA era culpa de un virus que se llamaba VIH, Indira Gandhi había muerto asesinada, Live Aid había recaudado más de 140 millones de dólares para ayuda humanitaria en África, Gorbachov era el nuevo héroe de la tolerancia con su Perestroika, las mujeres usaban hombreras como almohadas, vestir de lycra era infaltable, en la ropa todo brillaba, Tina Turner cantaba Whats love got do with it? y Cindy Lauper afirmaba que las chicas sólo querían divertirse.
La ciudad todavía no era un peligro, los secuestros una lejana y muy colombiana idea y los noticieros hasta tranquilizaban. Siempre se transmitían a la misma hora, en el mismo canal y nos ofrecían la imagen de figuras casi paternales en el mundo de la información y la infancia de la vida cotidiana: Guillermo Ochoa en las mañanas y Jacobo Zabludovsky por las noches.
Pero llegó aquel día. Lourdes Guerrero, conductora del noticiero se volvió proverbial porque desde la pantalla, había dicho que estaba temblando, que no nos asustáramos, un segundo antes de que la escenografía de Televisa se le cayera encima. En la radio decían que esta vez sí había daños, muchos edificios se habían caído, en el Conalep estaban atrapados cientos de alumnos tempraneros, la Colonia Roma todavía se tambaleaba, los perjuicios eran dolorosos y no tenían regreso, a Tlatelolco le había llegado otra vez la maldición y el Paseo de la Reforma parecía más bien el camino del infierno. La ciudad estaba cubierta por una nube de polvo y muerte. El presidente, recorriendo los escombros, decía que estábamos preparados para atender la situación, no necesitábamos recurrir a la ayuda de nadie y era mejor que nos quedáramos en la casa. Entonces todos salimos a la calle.
Afuera, codo con codo, la desgracia y la nobleza se volvieron masivas y las conjugaciones diferentes. Nosotros. Sin nosotros no hay país, ya no hay nada sin nosotros. Nunca estuvimos tan acompañados. Ahora ya no somos así. Treinta y dos años han pasado y nos hemos hundido muchas veces. Ya sabemos que no sólo la ciudad de México se destruye, que apenas hace dos jueves se sacudió la tierra y el temblor, de tan fuerte, esta vez devastó a Chiapas y a Oaxaca. Mañana, otra vez, saldremos todos, en inútil simulacro. Para festejar que conservamos memoria de una ciudad que cayó y se volvió a levantar. Recordamos. ¿Y ahora qué? ¿Cómo levantamos a los otros?