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Geopolítica

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Rusia ataca Ucrania: así empieza una guerra en el siglo XXI

Un teléfono móvil muestra a Vladimir Putin durante su discurso del 22 de febrero de 2022. Foto: Shutterstock

Tras semanas de amenazas, la madrugada del 23 de febrero nos despertaron las notificaciones de medios de comunicación en nuestros teléfonos móviles: la invasión de Ucrania por parte de Rusia acababa de empezar. Aunque haya que remontarse casi una década para el origen del conflicto, este se ha agravado en 2022 hasta tal punto de estar viviendo una guerra europea en pleno siglo XXI.

¿Por qué se produce el ataque? Tres posibles factores

Al estudiar las Relaciones Internacionales, solemos distinguir tres tipos de factores que influyen en el comportamiento de un Estado hacia los demás.

El primero engloba las características individuales de los líderes: su personalidad, rasgos psicológicos, ideología o visiones del mundo. Como ha quedado claro en los últimos discursos de Putin, su decisión ha estado movida en gran parte por un nacionalismo imperialista que no acepta que los territorios del antiguo Imperio Ruso tengan derecho a alejarse de la influencia de Moscú.

Pero también existen elementos aún más subjetivos y emocionales: el deseo de revancha por las humillaciones que, según Putin, habría sufrido Rusia a manos de Occidente, especialmente en los años posteriores a la disolución de la URSS en 1991. El ejemplo más claro fueron las sucesivas ampliaciones de la OTAN hacia el antiguo bloque comunista, que Moscú ha sido incapaz de frenar.

El segundo tipo de factores se refiere a las características internas del país, como su régimen político. En el caso de Rusia, su sistema cada vez más autoritario hace que no existan contrapesos institucionales (parlamento u oposición) capaces de frenar los impulsos de sus dirigentes. Los límites a la libertad de expresión también hacen difícil que la ciudadanía obtenga información veraz sobre la guerra, o que pueda manifestarse libremente en contra de ella.

Finalmente, existen factores estructurales como la transición desde un orden internacional unipolar (con EE.UU. como superpotencia hegemónica, tras el fin de la Guerra Fría) a otro multipolar, donde China, Rusia y otros países ya son capaces de adoptar una posición más asertiva o incluso agresiva para exigir que se respeten sus intereses.

De la anexión de Crimea al separatismo de Donetsk y Lugansk

Esta ofensiva rusa parte de una intervención militar anterior, que lleva ocurriendo desde 2014, aunque a menor escala: la ocupación de la península de Crimea (que después se anexionó Rusia) y la guerra en las regiones de Donetsk y Lugansk, donde Rusia ha alentado y armado a una insurgencia separatista, que lleva desde entonces luchando contra el ejército ucraniano.

El origen de estas intervenciones fue la revolución del Euromaidán, que acabó con el derrocamiento del presidente ucraniano Viktor Yanukovich (más favorable a los intereses de Moscú) y la llegada al poder de un gobierno que aspiraba a ingresar en la UE y la OTAN, para alejarse definitivamente de la influencia rusa.

Ante este giro en el país vecino, Putin ordenó la ocupación de Crimea para evitar perder su base naval de Sebastopol, a la vez que fomentaba el separatismo en las regiones orientales, cuya población es culturalmente más cercana a la rusa.

Las milicias armadas del Donbass, que en estos años han recibido también apoyo directo del ejército ruso, terminaron declarándose “Estados independientes” con el nombre de Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, las cuales ahora han sido reconocidas por Moscú.

Sin embargo, su única finalidad ha sido desestabilizar al Estado ucraniano e impedir que finalmente se incorpore a la OTAN y no “proteger a la población civil”, como argumenta el Kremlin, puesto que los habitantes de estas regiones son quienes más han sufrido desde el inicio del conflicto.

¿Cuál puede ser la estrategia de Rusia?

Aunque no está claro cuáles son los objetivos últimos del Kremlin (una operación de castigo contra Ucrania, la ocupación de todo el Donbass o la invasión del país entero), la decisión de lanzar este ataque parece absurda, irracional y contraproducente incluso para los intereses que venía defendiendo Moscú.

La superioridad del ejército ruso frente al ucraniano (a pesar del armamento enviado por los países occidentales) puede hacer posible la conquista en un plazo relativamente breve. Además, aunque la OTAN haya desplegado tropas en los países vecinos, parece improbable que intervengan contra una potencia nuclear como Rusia, más aún teniendo en cuenta que Ucrania todavía no es miembro de la alianza.

Sin embargo, como sabemos por la experiencia de EE.UU. en Afganistán o Irak, el verdadero problema de Rusia (en caso de que se produzca una invasión completa de Ucrania) sería cómo mantener a largo plazo la ocupación de un territorio donde la población no los apoya y que podría crear una insurgencia armada para expulsarlos.

Por otra parte, Moscú venía reclamando el cumplimiento de los Acuerdos de Minsk, que le permitían exigir a Ucrania una autonomía para Donetsk y Lugansk, así como el reconocimiento de la cultura y lengua rusas. Tras el reconocimiento ruso de las autoproclamadas “repúblicas” separatistas, este proceso queda definitivamente enterrado.

En cuanto a la ampliación de la OTAN hacia Europa Oriental, a la que Rusia lleva oponiéndose con firmeza desde los años 90, esta guerra contribuirá sin duda a reforzar la importancia de la Alianza Atlántica.

El temor a la agresividad rusa hará que cada vez más países tengan interés en quedar bajo el paraguas de seguridad occidental, justificando la necesidad de mantener una organización creada en la Guerra Fría para hacer frente a la URSS.

Este artículo fue publicado originalmente por la Unidad de Cultura Científica de la Universidad Complutense de Madrid (UCM).

Javier Morales Hernández, Profesor de Relaciones Internacionales, Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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