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Opinión

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Atenco: testimonios contra la tortura sexual

El 3 y 4 de mayo de 2006 se realizó en San Salvador Atenco y sus alrededores un amplio operativo policiaco que resultó en 207 detenciones, de las cuales 50 fueron de mujeres. Entre las flagrantes violaciones a los derechos humanos, se denunciaron entonces 31 casos de violencia sexual. Casi once años después, tras un duro y doloroso proceso en busca de justicia a través de las instituciones mexicanas, once de las sobrevivientes lograron presentar su caso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

En una atmósfera de respeto, ante cinco jueces y una jueza, cinco de las mujeres detenidas en Atenco, violentadas, torturadas sexualmente, encarceladas y sometidas a proceso por meses o años, dieron su testimonio de los hechos y sus efectos en su vida, y pudieron decir qué tipo de reparación quieren. Lo primordial, repitieron, es que se sepa toda la verdad, que se investigue la cadena de mando para fincar responsabilidades a altos funcionarios pues, insisten, “los policías no se mandan solos”, y que se garantice la no repetición. Además, piden la creación de un Centro de documentación y acompañamiento para preservar la memoria y para ayudar a otras sobrevivientes, al margen del Estado.

Los relatos de las sobrevivientes estremecen por la brutalidad de las fuerzas policiacas contra los detenidos, y la particular saña con que atacaron a las mujeres, en cuerpo y espíritu. Desde el inicio, las golpearon y amenazaron de muerte o violación; camino al CEPRESO las violaron y denigraron; les dejaron el cuerpo, “rojo” o “morado”, puro dolor. A la furia misógina siguió el maltrato de médicos sin ética que desoyeron sus denuncias, la misoginia de ministerios públicos que las descalificaron y las acusaron de “atentar contra las vías de comunicación” y en algún caso de “organización delictiva”, la indiferencia o incapacidad de funcionarios de la CNDH, FEVIM, Fiscalía del Estado, etc., que les impusieron, entre otros agravios, interrogatorios revictimizantes.

Algunas estuvieron hasta cinco años bajo proceso, “atadas” a la obligación de acudir al penal a firmar una o varias veces por semana. Todas fueron absueltas. Ninguna considera que se haya hecho justicia. Todas sufren hasta hoy las consecuencias psicológicas, físicas, profesionales y sociales de haber sido tratadas “como si estuviéramos en guerra” (Italia Méndez), de haber sido estigmatizadas “como las peores criminales” en los medios y descalificadas por altos funcionarios, incluyendo al entonces gobernador del estado de México, como expresara Patricia Torres.

La tortura sexual ha dejado en ellas heridas indelebles que sólo una gran fortaleza y “la fuerza colectiva” les ha permitido sobrellevar. “La tortura sexual destruye vidas, familias, comunidades”, declaró Norma Jiménez, entonces estudiante, cuya carrera quedó trunca. A Claudia Hernández le quebraron los dedos, el dolor le impidió retomar su trabajo creativo. Patricia Torres revive el trauma ante cada nuevo caso de represión masiva. Esta violencia brutal, machista, rompió “el proyecto de vida de cada mujer” (Dra. Julissa Mantilla). ¿Qué confianza pueden tener en el Estado, en sus voceros, quienes han sido vejadas y ninguneadas? Con razón piden reparación colectiva, garantía de no repetición y toda la verdad.

En The Body in Pain, Elaine Scarry explica que el torturador no busca información sino, mediante el dolor, apropiarse de la voz de la víctima, hacer de ésta nada, simbolizar en esa anulación el Poder de quien tortura, del Estado. En cuanto destruye el sentido de lo cotidiano, del derecho y la medicina, la tortura destruye el mundo, mina a la sociedad, que, además, recibe a través de la víctima un mensaje de terror.

Mientras no se castigue a todos los culpables por acción u omisión y no se transforme la estructura que ha hecho posible éste y otros casos de tortura sexual y su impunidad, el mensaje del caso Atenco para las mujeres es aterrador. De ahí el gran valor de estos testimonios valientes ante la CoIDH y la relevancia de la sentencia que ésta emitirá en 2018.

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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