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Opinión

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De Ayotzinapa al 2 de Octubre: la peregrinación del México del Siglo XXI

Dedico este texto a Itzel Rodríguez Montellaro.

Todo sistema de poder es un dispositivo destinado a producir efectos, entre ellos, los comparables a los que suscita la tramoya teatral”,

Georges Balandier.

La filosofía ilustra, habla del ser y sus carencias, también de los caminos que éste ocupa para controlar y someter. Inspirado en la tesis del ruso Nicolás Evreinov (1879-1953), el antropólogo francés Georges Balandier (1920-2016), explica el arte de la “teatrocracia” como el conjunto de puestas en escena que un gobierno requiere para mantenerse.

Parafraseando a Maquiavelo, Balandier profundiza en las cualidades mediadoras de la teatrocracia al afirmar que un poder establecido únicamente por la fuerza o la violencia domesticada, padecería de una existencia amenazada y a su vez, un poder justificado por la sola luz de la razón, no merecería demasiada credibilidad. En este sentido, la teatrocracia es un punto medio entre represión y racionalidad, un recurso para exaltar los sentimientos, despertar la identificación y consolidar la unidad.

Desde que el mundo es mundo, la teatrocracia ha echado mano de la manipulación de símbolos y la producción de imágenes y ciclos ceremoniales con el propósito de convertirlos en rituales cívicos hechos para persuadir. En México, la teatrocracia ha sido y es fundamento de la tradición.

Basta revisar nuestros imaginarios colectivos: ser mexicano es celebrarlo todo en la columna que construyó Porfirio Díaz para conmemorar los primeros cien años de Independencia e instaurar el culto a Hidalgo, Morelos, Allende, Aldama y Abasolo -las menciones a Josefa Ortiz y Leona Vicario llegarían más tarde-. Años después, la Revolución institucionalizada en forma de PNR, PRM y luego PRI, nos enseñó que ser mexicanos era memorizar el principio de “Sufragio efectivo, no reelección”, al mismo tiempo que  Vasconcelos y los muralistas proponían una mexicanidad integradora, en la que ser mexicano era igual a ser villista que zapatista, obrero, campesino, madre o indio.

Todo iba bien con la teatrocracia y sus constructos de identidad materializados en obras de arte, desfiles, informes persidenciales y días del ejército, hasta la masacre de estudiantes del 68. La narrativa entonces, dejó de ser propicia para el poder. Por más que se buscó desdibujarlos y generar confusión, los hechos pusieron en evidencia a los victimarios, a pesar del acallamiento, muchas veces violento y represivo, de las víctimas.

Hoy, a más de cincuenta años de ese gran tropiezo del gobierno, estamos ante una encrucijada. Después de ocho sexenios que llevaron al límite a sus electores, el actual poder, que tan hábilmente se sirvió de la teatrocracia para generar enojo, conciencia y votos, vuelve a enfrentarse a uno de los más intransigentes legados del 2 de octubre: la manifestación que acabó en la matanza de los 43 estudiantes de la escuela normal Isidro Burgos de Ayotzinapa.

Ni siquiera las artes escénicas insertas en el “mañanierismo”, han logrado disminuir el dolor de los familiares de los desaparecidos en la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014. Esto ha hecho que la identidad y la cohesión nacional, que con tantos esfuerzos se fabricaron, muestren severas fracturas.

Colocar la tragedias del 68 y de Ayotzinapa en el el panteón cívico de la nación, honrar la memoria de las víctimas  y reconocer la responsabilidad de los perpetradores, implicaría la redención cuentas y hasta ahora, hay pocos elementos para creer que la transformación sigue un camino distinto a tratamientos anteriores. Es curioso afirmarlo, pero parece que la teatrocracia que hoy pone en marcha el más persuasivo de los presidentes, langidece, carente de elementos que la hagan funcionar.

Entonces, ¿estamos ante la realidad o frente a una simulación? Difícil de responder. Seguramente Shakespeare nos hubiera recordado que el mundo es un escenario y los hombres y mujeres meros actores, esperando sus entradas y salidas en el universo de la ficción. 

Linda Atach Zaga es historiadora de arte, artista y curadora mexicana. Desde 2010 es directora del Departamento de Exposiciones Temporales del Museo Memoria y Tolerancia de la Ciudad de México.

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