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El show mundialista de la FIFA
Una de las ironías del fútbol moderno es que las selecciones nacionales despiertan pasiones en una especie de actuación carnavalesca de partidismo patriótico. Pero los jugadores son en su mayoría colegas en equipos de clubes, hablan varios idiomas y, a menudo, son amigos cercanos fuera del campo, lo que los convierte en avatares inadecuados para este tipo de chovinismo
NUEVA YORK – Era seguro que la Federación Internacional del Fútbol Asociado, más conocida como FIFA, iba a encontrar un eslogan fatuo para la ya casi concluida Copa del Mundo en Qatar: “El futbol une al mundo”. Un video oficial de promoción muestra al argentino Lionel Messi y al brasileño Neymar pronunciando las palabras en español y portugués, respectivamente. Pero ¿es verdad que el futbol une al mundo?
Claro que no. Ni siquiera une a las naciones. En Brasil, los simpatizantes del futuro expresidente Jair Bolsonaro (que cuenta con el apoyo de Neymar) se adueñaron de los colores verde y amarillo de la selección, para enojo de los simpatizantes del presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva, a quien respaldan el entrenador del equipo, Tite, y su delantero Richarlison.
La idea de que los eventos deportivos unen a los pueblos del mundo es una vieja obsesión, que se remonta al barón Pierre de Coubertin y su invención de los modernos Juegos Olímpicos en 1896. El deporte, en opinión del barón y de una sucesión interminable de funcionarios deportivos, debería trascender la política, las tensiones internacionales y cualquier otra discordia. La FIFA también adhiere a la fantasía de un mundo sin política donde el conflicto está confinado al campo de juego.
Pero en realidad, la decisión de celebrar el torneo de este año en Catar, una minúscula petromonarquía árabe sin historia futbolística ni pruebas de mucho interés local en el juego, es una decisión política. El emir que gobierna el país ansiaba el prestigio de un evento global, y Catar tenía dinero para comprarlo. Se dice que funcionarios de la FIFA con poder de voto recibieron gruesos sobres. Y la FIFA cobró una cifra importante por la concesión de los derechos de transmisión a Al Jazeera, el canal de TV financiado por el Estado catarí.
Es evidente que a la FIFA no le preocupó mucho el pobre historial de Qatar en materia de derechos humanos, abusos a trabajadores inmigrantes y leyes contra la homosexualidad, como tampoco preocuparon en el pasado a los funcionarios deportivos internacionales otras sedes incluso más cuestionables. No olvidemos que el último mundial se jugó en Rusia, que ya estaba bajo sanciones internacionales. Y las Olimpiadas de 1936 tuvieron lugar en Berlín, bajo el gobierno de Hitler.
Pero el hecho de que el minúsculo Qatar, el primer país árabe anfitrión de la Copa del Mundo, tenga tanta influencia muestra hasta qué punto el poder cambió de manos estos últimos tiempos. Y la FIFA, lo mismo que el Comité Olímpico Internacional, siempre se inclina ante el poder del dinero, y prohibió a jugadores y dignatarios europeos que asistieran al evento llevar brazaletes con la inscripción “One Love”. Esto fue así por considerar que esa expresión en apoyo del derecho de las personas a amar a quien quieran, como quieran, es una declaración política, y la FIFA no puede permitir que se mezclen la política y el deporte.
Pero poder, puede; y lo hace. No ha puesto ningún reparo a que entusiastas iraníes, sauditas o qataríes expresen solidaridad con la causa palestina agitando la bandera de Palestina en los estadios. Así que mientras la ministra neerlandesa de deportes Conny Helder tuvo que contentarse con ponerse un prendedor “OneLove” minúsculo, el funcionario qatarí sentado a su lado se ciñó al brazo una ostentosa cinta palestina.
Solo el equipo alemán protestó en forma abierta contra la prohibición de expresar apoyo a la libertad sexual, tapándose las bocas en una foto grupal. La FIFA les dijo enseguida que desistieran, bajo riesgo de graves consecuencias. Cualquier crítica a las violaciones de los derechos humanos en Qatar obtuvo por respuesta inmediata acusaciones de racismo, respaldadas por el presidente de la FIFA, el suizo Gianni Infantino, que recordó a los europeos los 3,000 años” de imperialismo occidental. También se prohibió usar camisetas con las palabras “mujer” y “libertad”, por no irritar a la teocracia iraní, a la que en casa le están plantando cara con esas consignas.
De unidad internacional, lo dicho. Pero igual de llamativa es la falta de unidad nacional. Fue interesante ver a tantas mujeres iraníes asistir a los partidos de su selección con la cabeza descubierta. Más notable incluso fue el hecho de que manifestantes en Teherán y en otras ciudades iraníes, en protesta contra los intentos del régimen de apropiarse de las victorias futbolísticas, festejaron cuando su equipo perdió ante Estados Unidos (nada menos).
Más notable fue la negativa de los jugadores iraníes a cantar el himno nacional antes del partido de apertura contra Inglaterra. Pero la Guardia Revolucionaria Iraní les advirtió que no repitieran este valiente desafío en apoyo de las manifestaciones en Irán.
Luego vino la extraordinaria derrota del joven equipo alemán, que había intentado defender su posicionamiento. Como la mayoría de las selecciones, la alemana es multiétnica. Uno de sus jugadores, İlkay Gündoğan, es de ascendencia turca. El mejor mediocampista, Jamal Musiala, tiene padre nigeriano. Y el principal defensor alemán, Antonio Rüdiger, es musulmán y su madre es de Sierra Leona.
Cuando el equipo no consiguió pasar a la fase de eliminatorias (solo porque España perdió ante Japón), analistas conservadores en Alemania lo atribuyeron a una falta del tradicional espíritu de lucha alemán. Miembros del partido de ultraderecha Alternative für Deutschland llegaron a decir que esa falta de espíritu era consecuencia del interés de los jugadores en llevar los brazaletes woke “OneLove”. Incluso antes de este mundial, el multiétnico equipo nacional recibió ataques de ciertos círculos de derecha por no ser verdaderamente alemán.
Una de las ironías del fútbol moderno es que las selecciones nacionales agitan pasiones en una especie de representación carnavalesca de la lealtad patriótica. Por eso a los líderes nacionales les gusta arroparse en los colores de la selección de fútbol. Pero en general, los jugadores son compañeros en clubes de toda Europa, hablan varios idiomas y a menudo son grandes amigos fuera del campo de juego; poco aptos para representar esta clase de chauvinismo. Son miembros de una élite rica y cosmopolita, de la clase que tanto odian los populistas de derecha.
De modo que, en cierto sentido, las estrellas del fútbol están unidas, aunque el mundial no una a nadie más. Pero es comprensible que la FIFA haya elegido ese eslogan. “El dinero mueve al mundo” hubiera sido un poco demasiado franco.
El autor
Es autor de The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit (Penguin, 2020).
Traducción: Esteban Flamini
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