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Opinión

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Escondan las esvásticas

Claramente, mucho ha cambiado en el firmamento posfascista europeo desde que ex oficiales de las SS, veteranos del gobierno colaboracionista de Vichy y otras figuras dudosas, establecieron los precursores de los partidos de extrema derecha de hoy. No solo las mujeres, sino también los hombres jóvenes, generalmente elegantemente vestidos con trajes hechos a la medida, ahora marcan la pauta

NUEVA YORK – No hace tanto tiempo se asociaba a la extrema derecha europea con ancianos venidos a menos, nostálgicos de los buenos viejos tiempos del orden y las botas altas. Los partidos políticos de la extrema derecha en Francia e Italia, ahora liderados por mujeres, fueron fundados por exoficiales de las SS, veteranos del gobierno colaboracionista de Vichy y otras figuras sospechosas surgidas de entre las sombras de la Segunda Guerra Mundial. Lo mismo puede decirse de los Demócratas en Suecia, que recibieron el 20.6 % de los votos en las últimas elecciones.

Claramente hubo muchos cambios en el firmamento posfascista europeo. Giorgia Meloni, líderesa del partido de extrema derecha Hermanos de Italia, será la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra de Italia. En Francia, la Agrupación Nacional, el partido de Marine Le Pen, consiguió 89 escaños en el parlamento. Los demócratas de Suecia pisarán fuerte en la política de su país, aun cuando quedaron fuera del gobierno.

No solo las mujeres, sino también hombres jóvenes, habitualmente en elegantes trajes a medida, fijan ahora las pautas de la extrema derecha europea. Los partidos conservadores moderados europeos aún no quedaron en manos de extremistas, como ocurrió con los republicanos en Estados Unidos, pero el temor a perder votos los empujó hacia los extremos.

Esto no significa que estemos por despertarnos en 1933, la historia nunca se repite del mismo modo. Meloni no es Mussolini y hasta el momento no hay un Hitler acechando tras bambalinas. De todos modos, existen muchas versiones del extremismo de derecha. También fue el caso con el fascismo de preguerra, cada país tiene su historia y su propia clase de demagogia.

De todas formas, todos los populismos de derecha comparten ciertas cosas. La política del resentimiento atrae a quienes se sienten marginados e ignorados. En la mayoría de los países, cuanto más nos internamos en las provincias, peores son los sentimientos que encontramos hacia las así llamadas elites. La raza tiene su papel corrosivo habitual en EE. UU., a muchos blancos de las zonas rurales les molesta el ascenso de los negros en la vida pública. Y en todas partes el miedo y el descontento encuentran un escape en la hostilidad hacia los inmigrantes.

Luego están quienes se sienten humillados por la falta reconocimiento o éxito: escritores fracasados, académicos de segunda y —cada vez más— jóvenes de buena familia que ya no pueden disfrutar los privilegios que su clase daba por sentados. Esto explica el ascenso de lo que podemos llamar «derecha de chicos de fraternidad» —más fuerte en Europa que en EE. UU.— y la propensión a los trajes elegantes.

Por lo general se supone que los recientes triunfos electorales de los partidos de extrema derecha se deben al fracaso de sus rivales en los partidos dominantes, a quienes se acusa comúnmente de falta de coherencia: no sabemos qué representan verdaderamente.

Eso no es del todo justo, los partidos dominantes -como los laboristas en el Reino Unido o los demócratas en Estados Unidos- representan algo claro: instituciones internacionales, comercio mundial, políticas migratorias flexibles y generosas, etc. El problema es que esto no los distingue demasiado de los partidos conservadores moderados.

Las políticas del presidente Bill Clinton no fueron fundamentalmente distintas de las de su predecesor, George H.W. Bush; lo mismo ocurrió con las de Tony Blair y David Cameron en el Reino Unido, y las de Gerhard Schröder y Angela Merkel en Alemania. En Europa durante las décadas de 1990 y 2000, muchos gobiernos se formaron por coaliciones entre partidos de la izquierda y la derecha moderadas. La norma fueron los gobiernos de tecnócratas o administradores políticos. Por eso los populistas de derecha, como Donald Trump, aprovecharon no solo el odio a la izquierda, sino también a la clase dirigente conservadora.

Pero hay un buen motivo por el cual se odia más a los progresistas que a los conservadores: la gente detesta la hipocresía. Por supuesto, es verdad que en las sociedades abiertas resulta esencial un cierto grado de hipocresía. El purismo moral o ideológico es enemigo de la democracia liberal, del mismo modo que decir exactamente lo que uno piensa no siempre es señal de buenos modales... pero la izquierda tiene un tipo de hipocresía específico que irrita a mucha gente.

La mayoría de quienes votan a los partidos progresistas son gente relativamente bien educada que vive en grandes ciudades, viaja por su trabajo, habla más de un idioma, disfruta la diversidad cultural y se interesa por la economía mundial.

No hay nada intrínsecamente malo en su visión del mundo. Gracias a la globalización económica mucha gente salió de la pobreza, la cooperación internacional a través de instituciones comunes es preferible al nacionalismo y los muros fronterizos, y una actitud generosa hacia quienes buscan asilo y los inmigrantes es algo humano, enriquecedor en lo cultural y que brinda un nuevo dinamismo a la sociedad.

Pero no todos se benefician gracias al orden mundial liberal. La clase media italiana está pasando apuros, quienes eran trabajadores industriales en los estados centrales estadounidenses están sufriendo y los provincianos franceses sienten que París los margina. Los conservadores moderados suelen responder a esas quejas con dureza: “dejen de quejarse y trabajen con más ahínco”, suelen decir.

La reacción de la izquierda es más moralista, denuncia como racistas a quienes se quejan de los inmigrantes y, con desprecio, tilda de xenófobos a quienes dudan de las instituciones internacionales o el comercio mundial. Pero como aún pretende defender a los desfavorecidos, esto tiene un fuerte dejo de duplicidad egoísta. Los urbanitas progresistas y cultos no solo se benefician gracias al orden liberal mundial, también quieren darse ínfulas de ser moralmente superiores y sermonean a quienes carecen de educación o prosperidad.

Este es uno de los motivos por los que la gente vota a Le Pen, Meloni, Trump o los Demócratas de Suecia. Si los londinenses educados están a favor de la Unión Europea, votaremos por el Brexit. Si las “élites” hablan de tapabocas o cambio climático, pensaremos que son patrañas creadas por George Soros o Bill Gates. Esta es la venganza de los desairados, la política del resentimiento.

Trump nos mostró que la política del resentimiento suele ser destructiva y no conduce a un gobierno exitoso. Meloni y los demás líderes de extrema derecha con la posibilidad de gobernar, ¿podrán lograr algo mejor? Me sentaré a esperarlo.

El autor

El último libro de Ian Buruma es The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit.

Copyright: Project Syndicate, 1995 - 2022

www.projectsyndicate.org

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