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La OTAN y el futuro de la guerra
Muchas de las discusiones que se habían planteado como grandes incógnitas para la nueva cumbre de la OTAN que este año tiene lugar en Lituania, se han zanjado con antelación. Otras están en el punto de mira del mundo entero.
Entre las que ya se dirimieron está la sucesión de Jens Stoltenberg como Secretario General: aunque él haya expresado en muchas ocasiones que no desea continuar al frente (y se hayan barajado para su posible reemplazo nombres como los de Ursula von der Leyen, Theresa May o Mark Rutte), ya hizo un compromiso para quedarse un año más.
La otra cuestión es infinitamente más relevante: ¿debe unirse Ucrania a la OTAN cuanto antes, con una invitación formal desde esta misma cumbre? ¿O recibir una invitación para adherirse en un plazo medio, apenas cesen las hostilidades con Rusia?
Hay una tercera opción: que no se le invite en absoluto, dada la desproporcionada reacción que este hecho podría causar en el imaginario ruso, que observa a una Ucrania alineada con la OTAN prácticamente como una amenaza existencial.
Aunque la Federación de Rusia ha sido descrita desde hace años como “una gasolinera con armas nucleares”, algo que se confirmó en gran parte con el calamitoso desempeño de sus fuerzas armadas en esta guerra (algunos, con humor mordaz, en medio de la esperpéntica asonada de Prigozhin difundieron en redes el meme de que “Rusia en 2021 era el segundo ejército del mundo, en 2022 el segundo ejército de Ucrania y en 2023 el segundo ejército de Rusia”), la realidad es que la amenaza nuclear ha dejado de ser un concepto enterrado en el pasado de la Guerra Fría.
Apenas hace unos días, el líder bielorruso, Aleksandr Lukashenko, acaba de amenazar con el uso de armas nucleares tácticas. Ahora no hace falta que Putin o Lavrov alardeen todo el rato de que están a punto de tocar el botón nuclear, o que la finísima persona que es Dimitri Medveded, expresidente de Rusia y peón de Putin, pronuncie estas encantadoras palabras: “habrá que olvidarse de la anterior vida durante siglos, hasta que los humeantes escombros dejen de emitir radiación”, en un desplante que supuestamente tiene la intención de atemorizar. No, ya no hace falta eso: con un Lukashenko envalentonado por las ojivas que supuestamente le acaba de entregar su vecino, tenemos suficiente.
Pero más allá de las risas que puedan provocar estas bravatas (signos, por demás, de debilidad), la cruda verdad es que, hay que insistir, la posibilidad de una detonación nuclear con alguna arma táctica es cada vez mayor. Cierto es que los países aliados han cruzado cada una de las líneas rojas que ha puesto Moscú y no ha sucedido nada. Pero las potencias occidentales deben medir cada paso. Las humillaciones a Rusia, aunque sean autoinfligidas se siguen acumulando, y en la prensa rusa (y sobre todo en Telegram), todo tipo de voces proponen día con día que se utilicen las bombas, presionando cada vez más al Kremlin, en un tono de mayor beligerancia que la del propio Putin.
Punto de inflexión en Alemania
Por ello, la OTAN tiene que definir en esta cumbre hasta dónde lleva su disuasión estratégica. El escenario que más se espera es que no se ofrezca por lo pronto ninguna promesa de acceso a Zelensky, pero que sí se cree un consejo OTAN-Ucrania, incluso con un asiento permanente para Kiev en Bruselas, y se brinden garantías de seguridad para ese país, con la promesa de apoyo militar a largo plazo, ayudándolo a generar una industria armamentista propia.
La OTAN apenas hace unos años había sido declarada en “muerte cerebral”, pero ahora, con esta invasión no provocada, algo impensable en pleno siglo XXI, pero que finalmente sucedió, ha renacido de sus cenizas para convertirse en la organización militar, quizá más poderosa de toda la historia de la humanidad. Europa occidental, que se había tomado unas “vacaciones de defensa de 30 años”, como lo describe algún analista, ha dado un vuelco de 180 grados. Varios estados que se mantenían neutrales o no alineados, cambiaron sus doctrinas de seguridad, empezando por Alemania, país en donde la mentalidad pacifista, producto de la aplastante culpa por su pasado nazi, ha dado paso a la conciencia de que el poder militar es necesario para alcanzar objetivos de defensa.
"Zeitenwende", palabra que quiere decir “punto de inflexión”, es el término que utilizó el canciller Olaf Scholz hace casi un año en un discurso en el que anunció una inversión de 100 mil millones de euros para modernizar las fuerzas armadas.
También Finlandia dejó una doctrina de neutralidad que le sirvió como manera de mantener a raya a su expansionista vecino, que ya le había arrebatado buena parte de su territorio. Antes de la brutal invasión a Ucrania, sólo el 25% de los finlandeses querían integrarse a la alianza. Todo cambió con ese hecho: casi el 80% se mostró favorable, y finalmente ese país se integró, llevando a la OTAN hasta las narices de territorio ruso y añadiendo 1300 kilómetros de frontera. Algo por supuesto catastrófico para los planes de Putin, pero que, obviamente, minimizó diciendo que no le representaba un problema.
Con la admisión de Finlandia, ya sólo se espera que Suecia se incorpore para que el Mar Báltico se convierta en un lago de la OTAN. Y ese país nórdico podría incorporarse en meses o incluso semanas, luego de que Recep Tayip Erdogan diera finalmente su brazo a torcer y aceptara su inclusión.
La estrategia del puercoespín
Zelensky piensa, y lo siguen en esto muchos especialistas, que el cierre de las puertas de la OTAN para Ucrania provocaría que la guerra se alargue indefinidamente, pues Rusia promoverá que siga sin resolución, aunque pasen años, justo para evitar la anexión de Ucrania al bloque enemigo (hay un artículo que impide que ingrese un país que tenga un conflicto militar irresuelto).
Muchos ahora en Washington y Bruselas promueven para Ucrania una estrategia que han llamado “puercoespín”, que es similar a la que Estados Unidos tiene con Israel: un país pequeño ante sus vecinos pero fuertemente armado y sostenido por la superpotencia. Esta estrategia, que prefiere los sistemas defensivos a los ofensivos, pretende hacer casi imposible una invasión por parte de los enemigos por el costo inaceptablemente alto que acarrearía ese intento. Concepto que, por cierto, se maneja desde hace ya algún tiempo para Taiwán como una posible disuasión ante China.
Definitivamente, la respuesta a todo lo que está pasando es una mezcla de paciencia, disuasión militar y diplomacia. Muchas definiciones vendrán de Vilna, que dejarán puesto el escenario para los próximos años, tal vez décadas. De lo que ahí se acuerde se podrían sentar las bases para evitar guerras en el futuro (mayor expansionismo ruso hacia los países bálticos o hacia Polonia; guerra interminable en Ucrania; intervenciones en Moldavia o Georgia). Por lo pronto, en estos días se han sucedido una serie de noticias que urgen a una discusión amplia en la comunidad internacional, como la cuestionable decisión de Joe Biden de enviar bombas de racimo a Ucrania, las mismas que emplea el ejército ruso y por las que ha sido acusado, con razón, de crímenes de guerra.