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La cuenta de la corrupción
De poco sirve investigar y multar a un funcionario corrupto si el dinero de su transa no regresa al lugar de donde no debería de haber salido.
Hace algunos días los titulares de los periódicos nacionales destacaban la nota de que México había caído nueve lugares en el ranking mundial de percepción de la corrupción, elaborado por la organización Transparencia Internacional. El país pasó del puesto 89 de 178 países, obtenido en el 2009, al 98 y fue calificado con 3.1 en una escala donde 10 equivale a algo así como no corrupto y 0 a muy corrupto .
Pocos días después, salió a la luz otra información relacionada con este tema que sirvió como cereza en el pastel : la proporción de multas cobradas a funcionarios públicos corruptos en México es de únicamente 0.16 por ciento. La historia es la siguiente: un funcionario público se corrompe, hace un mal uso del dinero público, es descubierto, se le investiga y se le fija una multa que nunca es cobrada. El daño al erario público queda sin reparar independientemente de lo que le suceda al funcionario en cuestión (sus dramas personales francamente nos interesan poco). Aquí el punto, es que más allá de que un individuo en particular sea deshabilitado (como comúnmente sucede) para volver a ejercer un cargo público, la concepción de lucha contra la corrupción en México está muy mal entendida. A un acto de corrupción, le debería seguir un castigo, pero un castigo no sólo creíble, sino que repare el daño que las actividades que esa persona o personas le provocaron a la sociedad en su conjunto.
De poco sirve regañar a un funcionario corrupto, investigarlo e imponerle una multa si el dinero de su transa no regresa al lugar de donde no debería de haber salido o al menos no bajo esas circunstancias. Ese dinero, que estaba destinado a mejorar una escuela, apoyar a un grupo de microempresarios o simplemente a construir una rampa para discapacitados que le dé sentido al letrero que anuncia que esa banqueta de medio metro es -efectivamente- por donde se debe intentar cruzar una calle.
Y simplemente para recordar que no estamos hablando de cacahuates , ahí van las cifras que emitió el propio Servicio de Administración Tributaria (SAT): las multas impuestas a servidores públicos de 1991 a junio del 2010 son por 44,803 millones de pesos, de los cuales se han cobrado únicamente 75.7 millones. Y si esas cifras todavía no nos dicen nada pongámoslas en perspectiva: si el SAT la Secretaría de Hacienda tuviera la voluntad política para cobrar lo que pertenece al erario público se podría pagar el presupuesto total correspondiente a la Universidad Nacional Autónoma de México durante dos años o nuestro programa estrella para combatir la pobreza, Oportunidades, poco menos de un año y medio. Ése es el costo de la corrupción detectada por las propias autoridades (no quiero ni imaginar el desfalco al erario público que nunca ha logrado ver la luz). De ese tamaño es la factura que no han podido o no han querido cobrar. ¿Por qué? Difícil decirlo probablemente la respuesta es una combinación entre incapacidad, ineptitud y simple y llana complicidad.
¿Sorprende la tibia respuesta de nuestros políticos frente a éstas y otras informaciones? No. Su interés está en dejar las cosas como están: un Estado débil, poco transparente y efectivo sólo para algunas cosas que no tienen que ver, por supuesto, con intentar recuperar el dinero de todos los mexicanos eso ¿a quién le importa?
afvega@eleconomista.com.mx