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La gasolina debe ser cara
Las campañas políticas en curso son una feria de subsidios y dádivas. Cuando lleguen al poder (los que lleguen) no podrán honrar sus promesas de repartir dinero público para uso privado a millones de personas, sin disminuir sensiblemente la inversión en infraestructura así como en educación, seguridad, sistema de justicia, salud y muchos otros bienes públicos esenciales. Peor aún, se pretende congelar los precios de las gasolinas, e incluso reducirlos (a un enorme costo fiscal), aumentar el subsidio a combustibles de la industria pesquera, y reintroducir precios de garantía en el agro. En suma, se plantea un Estado clientelar que transfiera masivamente rentas hacia actores privados negándose así su esencia, que es la creación y mantenimiento de bienes públicos.
Pero lo más perverso es el subsidio a las gasolinas y diesel, vía reducción o congelamiento de precios, ya que además de múltiples consecuencias ambientales, climáticas y urbanas, es claramente regresivo en la medida en que beneficia a quienes más consumen: los estratos más altos de la distribución del ingreso.
En casi todo el mundo, el precio de las gasolinas depende del precio internacional del petróleo y de diversos impuestos que cada gobierno establece. En México, casi 40% es IVA, IEPS y un minúsculo impuesto al carbono. En países civilizados (OCDE), la carga tributaria sobre las gasolinas es en casi todos los casos mucho mayor, y por tanto, los precios (y no tienen problemas inflacionarios). Esto es así porque la recaudación vía gasolinas es indirecta, transparente, de administración sencilla, progresiva y equitativa, y la evasión es virtualmente imposible. Es un impuesto virtuoso que penaliza conductas socialmente indeseables, internaliza costos, y promueve conductas de eficiencia y sustentabilidad. En contraste, el Impuesto Sobre la Renta penaliza al trabajo, la inversión, al empleo y al crecimiento, cosas socialmente deseables.
La gasolina es un bien normal, es decir, su demanda tiene una relación negativa con el precio. Si este baja, la demanda sube en determinada proporción (elasticidad) y viceversa. Precios bajos significan mayor consumo (considerando otras variables constantes), y por tanto, más kilómetros recorridos en vehículo privado, autos de mayor cilindrada, emisiones contaminantes que deterioran la calidad del aire, y emisiones de gases de efecto invernadero (GEI). También, conllevan ciudades más extensas y suburbanizadas, que acaparan más recursos territoriales, y de baja densidad, donde el vehículo privado es el modo primordial de movilidad. Como consecuencia, precios bajos a la gasolina se asocian con ciudades de mayor huella ecológica. (También, impedirían a México cumplir con sus compromisos de cambio climático ante el Acuerdo de París, ya que los vehículos automotores son en nuestro país la principal fuente de emisiones de GEI). Por su parte, subsidios a los combustibles en la pesca promueven la sobreexplotación y depredación de ecosistemas marinos. Obviamente, subsidiar gasolinas, que son un bien privado, es algo profundamente irracional, desde cualquier punto de vista. Es muy lamentable y preocupante que candidatos en el proceso electoral alimenten y reproduzcan esta perversa idea.
Contrariamente a la gasolina, que es un bien privado, el transporte colectivo de calidad es un bien público que beneficia a todos, y no sólo a quienes lo usan. Los automovilistas ganan con menor congestión en las vialidades, y las empresas y la sociedad también ganan con empleados o ciudadanos más productivos, con menor fatiga y estrés, y más tiempo para perseguir sus propios intereses o convivir en familia o cívicamente. Sin embargo, un transporte público de calidad es costoso y difícilmente podría ser pagado por la mayoría.
Entonces, la razón y el interés público exigen gasolinas caras con impuestos elevados, que deben ser destinados en parte a financiar en forma eficiente y transparente el transporte colectivo en las ciudades.