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Opinión

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La muerte repartiendo calabazas

Más allá del más allá, en ese lugar donde nadie sabe si los muertos comen calabaza en tacha, ni si los huesos de sus esqueletos son de azúcar granulada, reposan todos los que se han ido. No importa si fueron santos o insanos, infames o famosos o si vivieron la vida alegre o llorándola a mares cada día. Allí están. Y es en los días que vienen, el final del mes de octubre y el inicio de noviembre, cuando esperan. Una fiesta, por lo menos. Un recuerdo, la memoria. Porque uno nunca  sabe cuándo llegará la hora y nos tocará ir a hacerles compañía.

No existe una sola persona que no piense en ella.  En evadir o retrasar la muerte. Religiones y conjuros, tónicos y bebidas, medicinas y oraciones para bregar con ella. Mil estudios y teorías. Fiestas y sacrificios por su culpa y en su honor, mucho tiempo ganado y perdido en adivinarla.

A veces, cuenta la Historia, aparece como una admonición y otras como cruel revancha. Los ejemplos sobran: se dice que Julio César, señor de Roma y de todos los caminos que llegaban a ella, solía preguntarse cómo sería su final y buscaba la respuesta en el vuelo de las aves, los augurios de los vientos, las entrañas de los animales y las predicciones de cualquier oráculo. Sin embargo, fue un adivino cualquiera, con pinta de mendigo, el que un día se interpuso entre César y su ceguera sólo para advertirle:-- ¡Oh gran Julio! ¡Guárdate de los idus de marzo!

No fue sino hasta que recibió la quinta puñalada, que César lo comprendió todo: lo retorcido de los secretos del destino y que la fecha de su último día había llegado y era justamente esa.

Esquilo, dramaturgo griego, según habladurías propagadas por Hermipo de Esmirna, murió golpeado por una tortuga que se desprendió de las garras de un águila que volaba casualmente sobre él. Y paradójicamente su muerte se convirtió en una comedia sólo digna de su pluma.  Allan Pinkerton, fundador de la primera agencia moderna de detectives, murió de gangrena después de morderse la lengua en un traspié y Felipe II tuvo que pagar sus incursiones en el mar y el cruel poderío de su corona, hinchándose como un pescado muerto en su cama. (Dijeron las malas lenguas que sólo pudo respirar una vez cuando reventó de hidropesía y que los gusanos ya lo estaban esperando cuando lo abrazó la tierra).

La muerte lo iguala todo. Aquí y allá pasó lo mismo y ni Venustiano Carranza dentro de su tren, Emiliano Zapata cruelmente emboscado, Francisco Villa asesinado en su auto último modelo, Obregón pidiendo su tercer plato de cabrito o Francisco I. Madero, contra la pared, pidieron adivinar que la Muerte había llegado.

Pensadores filósofos y artistas trataron de entenderla y escribieron sobre ella.  Gandhi dijo que la muerte es solo un cambio de misión, mientras Robespierre afirmaba que es el comienzo de la inmortalidad y Napoleón la describía como un sueño sin ensueños. Otros, en vez de definir, aconsejaron: Antonio Machado que no se debe temer a la muerte porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros ya no somos. Jorge Luis Borges dijo que la muerte es una vida vivida y la vida es una muerte que viene, y sabios antiguos y modernos propusieron que hay que dormir con el pensamiento de la muerte y levantarse con el pensamiento de que la vida es corta. 

Pero nosotros no somos así. A cada muerto un altar y a cada desconsuelo, un gozo. Por eso planeamos y nos preparáramos con anticipación  para celebrar el Día de Muertos, quizá el momento sea hoy mismo, lector querido. Ojalá sin cambiar la calavera por el enorme mazacote anaranjado al que se le pinta (o se les escarba) una sonrisa desdentada y terrorífica. (¿Desde cuándo o por qué nosotros pensamos que los fantasmas son como una sábana? y ¿que los espíritus que pululan por las calles mexicanas se parecen más a Freddy Krueger que a la Llorona?)

Mejor no contestemos. Nada más para no caer en la clásica – y absolutamente legítima- furia por la gringa invasión a nuestros pensamientos. (Claro que cada quién es libre de hacer lo que prefiera, responder a su pasado noreuropeo y cambiar el  31 de octubre, víspera del día de Todos los Santos, para celebrar el all hallow's eve - origen del nombre de Halloween para los celtas y los angloparlantes- y disfrazarse  para pasar  la noche pidiendo caramelos. Ustedes dirán, ustedes sabrán...).

Mucho nos aterra pasar de este mundo a otro, mucho nos duelen los que se han ido, mucho nos fascinaría entender, no sufrir, hablar con ella. Pero escuchar a la muerte es imposible e ignorar sus designios, peligroso.

A la muerte ni atosigarla ni atraparla. No vaya a ser que nos mate en el intento.

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