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Opinión

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Fugas, prisiones y no morir por la boca

Foto: Especial

Fray Servando Teresa de Mier no es nada más una enorme vialidad, lector querido. Fue un fraile dominico que, cuando llegó al mundo, el 18 de octubre de 1763, en el actual Monterrey, llamado por aquel entonces Nuevo Reino de León, llevó el nombre de José Servando Teresa de Mier Noriega y Guerra.

Octavo hijo del segundo matrimonio de padre, rodeado de hermanos y habitante de una casa familiar llena de riquezas y comodidades, Servando comenzó sus estudios en su tierra natal, pero a los 17 años- por la expulsión de los jesuitas y consignas familiares, fue enviado a la Ciudad de México para completar su formación y tomar el hábito de Santo Domingo. Siguió su carrera en el colegio de Porta Coeli, recibió las órdenes menores de subdiácono y diácono, fue regente y maestro de Estudios, y, al fin, habiendo profesado el sacerdocio, se convirtió en lector de Filosofía y doctor en Teología. Desde el principio, Servando se había distinguido por su vivacidad, inteligencia y espíritu rebelde. Y cultivando su talento y “sus dotes oratorias" pronto adquirió fama de gran predicador. Al respecto, el maestro Edmundo O' Gorman escribe que “Servando era de fácil palabra, mordaz, erudito, inteligente…y deslenguado. Y que además sabía, como ningún otro, captar la atención de sus oyentes”. ya lo sabe usted, lector querido, dijo Erasmo de Rotterdam que “una buena parte del arte del bien hablar consiste en saber mentir con gracia”.

Cuenta la leyenda que, cuando recibió el grado de doctor en Filosofía y Teología, como premio a su habilidad retórica, fray Servando se hizo acreedor a una de las más altas distinciones: ser el orador principal en el aniversario fúnebre de Hernán Cortés para después elaborar el sermón que el 12 de diciembre de 1794 se pronunciaría en la Colegiata de Guadalupe. Un honor que sólo obtenían los más notables hombres de la iglesia. Muy feliz estuvo. Sin saber que tal mérito torcería su destino y le cambiaría la vida para siempre.

Su intervención en la conmemoración a Hernán Cortés, solemnidad organizada anualmente por el Ayuntamiento de México, se llevó a cabo en noviembre de 1794, frente al virrey de Branciforte y todos los notables de la Audiencia Real. Sus palabras le valieron una larga ovación, tan sonora que hizo temblar las paredes del Hospital de Jesús, recinto donde se realizó el evento y su reputación como orador se elevó hasta las alturas.

Sin embargo, muy pronto llegaría el día de su infortunio. El 12 de diciembre de ese mismo año, cuando dictó su sermón en el santuario de la Virgen de Guadalupe, fray Servando Teresa de Mier, trepó al púlpito de la Colegiata de Guadalupe y, ante la presencia del virrey, el arzobispo y un numeroso público cautivo, comenzó su intervención negando las apariciones de la virgen. Dijo que la imagen que todos veneraban se había plasmado en la capa del apóstol Santo Tomás -una seda del siglo primero- y no en el ayate del tal Juan Diego; que los “indios, naturales de estas tierras”, ya cristianos, habían adorado la imagen equivocada en el Tepeyac desde antes de la Conquista y la habían escondido, pero que llevaban siglos cometiendo herejía porque, finalmente, Santo Tomás y Quetzalcóatl eran la misma persona. Sus afirmaciones causaron un escándalo de tal magnitud, que la potestad eclesiástica determinó que se le retiraran las licencias para predicar, confesar, decir misa y ejercer su doctorado. Del cielo, se estrelló contra el suelo. Parecía que Tonantzin, Guadalupe, Dios padre y todos los hijos de Huitzilopochtli habían entrado en furia divina al igual que los jueces de la iglesia y de los hombres. Lo abandonaron su familia y amigos, fue juzgado y la sentencia definitiva condenó a fray Servando a un destierro de 10 años en España, confinado en un convento dominico, no sin antes pasar un tiempo prisionero de San Juan de Ulúa.

En 1895 fue embarcado hacia su destierro en el convento de Caldas y nomás llegando se dio a la fuga. A partir de aquel momento, su vida fue de escapatorias y prisiones, cambiando de pueblos, amigos y naciones: un clérigo contrabandista lo llevó a París, estuvo en Londres para propagar las luchas americanas, escribió su obra “Historia de la Revolución de la Nueva España, antiguamente Anáhuac “y con Francisco Xavier Mina organizó una expedición libertaria que lo trajo de vuelta a México en 1817. Nada más desembarcando, fue aprehendido otra vez y despojado de todas sus pertenencias: tres baúles con libros, folletos, periódicos, cartas, diccionarios y borradores, razón suficiente para ser procesado por la Inquisición y capturado por los realistas. En 1820 fue llevado preso a La Habana de donde también huyó para dirigirse a Filadelfia. Consumada la Independencia regresó a México y otra vez fue detenido y enviado a San Juan de Ulúa. Sin embargo, gracias a las gestiones del Congreso fue liberado por un tiempo. Mas las fugas y prisiones no habían terminado: enemigo de Iturbide, Fray Servando, por las palabras que salieron su boca, fue de nuevo encarcelado en el convento de Santo Domingo y de allí también se dio a la fuga. Por séptima y última vez.

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