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Opinión

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El Patriarcado mata I. Gisèle Pelicot

El Patriarcado es una estructura social perversa en que los valores y normas masculinos, los hombres, prevalecen por encima del resto de la humanidad. Fundado en una jerarquía arbitraria, reproducido y perpetuado a través de instituciones y normas religiosas, políticas, sociales y económicas, ha encumbrado al hombre y sometido a la mujer a la subordinación. Los cambios sociales que se han dado a lo largo de los siglos han resquebrajado, minado sus formas más rígidas en gran parte del mundo. En Occidente sobre todo, crisis y movimientos sociales, como el feminismo, lo han debilitado, sin lograr todavía un cambio de fondo que favorezca y garantice la igualdad de hombres y mujeres y la posibilidad de alcanzar formas de convivencia justas y armónicas.

En pleno siglo XXI, el recrudecimiento de la represión patriarcal en países como Afganistán e Irán y la persistencia de la violencia machista en regiones que se consideran “avanzadas” –Europa, América Latina– nos recuerdan el entrelazamiento estructural entre misoginia y patriarcado. Aunque las mujeres hayamos logrado cambios importantes hacia la igualdad y la ciudadanía plena, no podemos dar por sentado ninguno de los derechos ganados, menos aún el derecho fundamental a vivir sin violencia. Por eso, la resistencia organizada o individual contra la opresión, la censura o la violencia misóginas deben ser reconocidas en todo su significado, como actos valientes y arriesgados que pueden incluso costar la vida.

En años recientes, diversas mujeres y grupos han demostrado una impactante capacidad de lucha y resistencia contra la violencia machista en sus formas extremas: violencia sexual, represión a ultranza, tortura, feminicidio. Gisèle Pelicot en Francia; Mahsa Amidi , Parastoo Ahmadi y otras mujeres iraníes; mujeres afganas que se atreven a protestar contra un clero fanáticamente misógino, son algunas de las heroínas que hoy dan la batalla por ellas y por todas.

Gisèle Pelicot vivió por una década un infierno de violencia sexual de la que mucho tiempo no tuvo plena consciencia porque su marido la drogaba al borde del coma para facilitar su cosificación como objeto sexual suyo y de por lo menos otros 70 hombres. De no ser por una denuncia contra éste, por fotografiar a tres jóvenes por debajo de la falda, que llevó a la policía a revisar su computadora y ahí descubrir un archivo en que guardaba fotografías y videos de las violaciones a que era sometida por múltiples desconocidos, ella quizá jamás lo habría sabido.

Es difícil imaginar lo que esta mujer, jubilada, madre y abuela, retirada junto con su marido en un pueblo francés, sintió al descubrir que había convivido por décadas con lo que algunos llamarían un “monstruo” y que no es sino ejemplo extremo de masculinidad hegemónica exacerbada, un hijo del Patriarcado que rebasó todos los límites de la decencia o de la simple humanidad. Al decidir que su juicio fuera público, Gisèle expuso el horror machista de éste y la complicidad de la “fratría” que participó en los abusos seriales contra ella. Hombres de todas las condiciones y ocupaciones, algunos vecinos suyos, padres de familia “honorables”, cuyas parejas también ignoraban su faz perversa, aprovecharon su estado de inconsciencia, su transformación en cuerpo inerte. Sin reconocerla como persona, vulnerable, la vejaron.

En su juicio, Gisèle también se expuso: dio la cara, confrontó a público y tribunal. Se atrevió a romper el silencio que las normas machistas han impuesto por siglos a las mujeres: hizo evidente que la violación sexual es una violencia cuyos únicos responsables son los perpetradores. Contra el tabú de la denuncia, contra la vergüenza que la sociedad pretende imponer a las víctimas de violación, contra esa violencia tolerada, ocultada para no develar su conexión profunda con la deshumanización patriarcal de las mujeres, Gisèle demostró que “la vergüenza debe cambiar de lado”. Su palabra, su ejemplo de valentía y entereza han inspirado, fortalecido y liberado a millones de mujeres.

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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