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Sector Financiero

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Cuando el mundo contuvo la respiración

El FMI calcula que entre 1970 y el 2011 el mundo sufrió 147 crisis bancarias.

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Un día de principios de verano del 2007, recibí un e-mail de un banquero central japonés: Hiroshi Nakaso. “Estoy preocupado; se avecina una crisis financiera. Los excesos en los mercados hipotecario y crediticio se van a pagar caros”. Aquel mensaje me impactó. No porque estuviera en desacuerdo con el análisis que hizo Nakaso. Yo llevaba dos años escribiendo sobre el sector crediticio en Financial Times (FT). También pensaba que algo no iba bien, pero me sorprendió que fuera Nakaso el que diera la voz de alarma.

El banquero detectó desde la otra punta del planeta, en Tokio, lo que sus homólogos de los bancos centrales de EU y Europa fueron incapaces de prever. Alan Greenspan, expresidente de la Fed, llevaba una década celebrando el aparente triunfo de los mercados occidentales. Y su sucesor, Ben Bernanke, acababa de declarar que los problemas del mercado de las hipotecas subprime eran tan limitados que el efecto contagio quedaba descartado.

Entonces, ¿cómo explicar el pesimismo de Nakaso? “Un déjà vu”, respondió. Una década antes, en 1997, Nakaso trabajaba para el Banco de Japón cuando Tokio quedó sumido en una terrible crisis bancaria. Nos conocimos en ese momento porque yo era la corresponsal en Tokio para el FT. Cuando me fui de Japón, en el 2000, la crisis casi había pasado.

Occidente pensó que se trataba de un fallo nipón. Nadie en la Fed o en Wall Street imaginó que el sector financiero de EU sufriría la misma humillación que Japón. Tampoco los talentos de la City londinense. Pero Nakaso había aprendido la lección de los riesgos que entraña el sector bancario. Sabía que las autoridades restaban importancia a los problemas y detectó que los mercados se estaban comportando de una forma que hacía pensar que inversionistas e instituciones habían perdido la confianza. “Eso me trae recuerdos de la fase inicial de la crisis en Japón. La capacidad de gestión de crisis de banqueros centrales y autoridades financieras se pondrá a prueba”, me confesó Nakaso.

Semanas después, en agosto del 2007, los sistemas financieros estadounidense y europeo empezaron a implosionar como resultado del riesgo hipotecario. El desenlace no fue inmediato. En otoño del 2008 la crisis estalló justo después del colapso de Lehman Brothers y el rescate de AIG.

Falta de confianza

El Fondo Monetario Internacional (FMI) calcula que entre 1970 y el 2011 el mundo sufrió 147 crisis bancarias. Algunas fueron pequeñas. Pocos recuerdan la que vivió Bolivia en 1994. Otras fueron enormes: la crisis que vivió EU entre el 2007 y el 2008 fue de tales proporciones, que la deuda pública aumentó 24% del Producto Interno Bruto (PIB). Con independencia de las estadísticas, las crisis tienen dos cosas en común.

Primera, el periodo anterior se caracteriza por una importante dosis de codicia y falta de transparencia, además de una estrechez de miras en la que nadie es capaz de evaluar los riesgos. Segunda, cuando la crisis estalla, la confianza entre inversionistas, gobiernos y entidades cae en picada.

Hay que recordar la etimología de la palabra: crédito viene del latín credere, que significa creer. Sin confianza, el sector financiero no funciona.

Paradójicamente, un exceso de confianza genera una burbuja que acaba por estallar. Aunque hace 10 años del colapso de Lehman, cabe preguntarse si estamos destinados a sufrir una crisis tras otra. ¿Por qué no aprendemos del pasado? Después de Japón y EU, ¿qué parte del planeta sufrirá la próxima crisis?

En los años 80, los bancos nipones empezaron a prestar dinero a promotoras inmobiliarias. EU también vivió un boom crediticio en la misma década. Los bancos empezaron a comprar créditos y a trocearlos para después volverlos a empaquetar como nuevos instrumentos que se vendían a los inversores en forma de obligación colaterizada por deuda (CDO, por su sigla en inglés).

Auge y caída

Toda revolución que innove necesita un aliado y ésta no fue ninguna excepción: los banqueros se convencieron a sí mismos de que esta estrategia haría del sistema financiero un lugar más seguro. Al menos en teoría. Pero se equivocaron, dado que las técnicas que utilizaban los banqueros para dividir y empaquetar los créditos eran muy opacas. En realidad nadie sabía los riesgos que entrañaban.

La complejidad no hizo más que empeorar las cosas. En una conferencia a la que asistí a finales de ese año, cientos de banqueros se congregaron en el sur de Francia para hablar del juego de las titulizaciones.

Durante dos días, desplegaron sus documentos en Power Point utilizando una jerga que parecía el lenguaje en clave de algunas sectas. A medida que fueron concluyendo las presentaciones, quedó claro que pocos inversionistas o reguladores, incluso banqueros, entendían el funcionamiento de estos productos.

El motivo por el que los banqueros aceptaron la burbuja parece claro: estaban ganando mucho dinero. Lo que resultó más sorprendente es que los reguladores tampoco parecían dispuestos a cambiar las cosas. Para algunos, la fortaleza de la economía creó una sensación de complacencia; para otros, la fe en la economía de libre mercado hizo que resultara inconcebible pensar en las lecciones que llegaban desde Japón. “Di por hecho que la gente actuaría de forma racional. Está claro que me equivoqué”, reconoció Greenspan hace poco.

De vuelta al 2007, en otra conferencia del sector financiero a la que asistí en Barcelona, se repitió el despliegue de presentaciones de Power Point con gráficos al alza.

Cuando la confianza en el sistema empezó a quebrarse, pocos días después del evento de Barcelona, los primeros indicios llegaron de Europa, no de EU. El francés BNP Paribas y el alemán IKB avisaron de ciertos problemas con los bonos hipotecarios que tenían en EU. A medida que avanzó el 2007, empezaron a salir a la luz cada vez más casos de ciudadanos estadounidenses que no podían hacer frente al pago de sus hipotecas. Pero, como la deuda se había troceado y convertido en nuevos productos, nadie sabía en qué parte del sistema financiero estaban los riesgos.

Por eso los inversionistas decidieron directamente evitar todos esos productos sofisticados. Eso provocó el colapso de los mercados. Las autoridades intentaron recuperar la confianza, pero ya era demasiado tarde, sobre todo porque por entonces los banqueros ya intentaban ocultar los problemas bajo la alfombra.

Mes a mes, la confianza acabó por desvanecerse. Los inversionistas perdieron la fe en el valor de los bonos hipotecarios, en la opinión de las agencias de rating y en los balances de los bancos. Cuando Lehman Brothers colapsó en septiembre del 2008, los inversionistas pensaron que ninguna entidad estaba ya a salvo.

La crisis sólo se contuvo cuando el gobierno decidió intervenir recapitalizando los bancos, obligándolos a reconocer las pérdidas, cerrando las entidades más debilitadas, e inundando los mercados de liquidez.

Hace un par de semanas volví a hablar por teléfono con mi amigo Nakaso. Desde que nos conocimos en Tokio hace dos décadas ha pasado de todo. Yo me mudé a EU con el FT; él se convirtió en vicegobernador del Banco de Japón y ahora, ya retirado, forma parte de un grupo de analistas financieros. “¿Por qué crees que el sistema financiero es ahora más saludable?”, le pregunté. Nakaso respondió con su habitual ecuanimidad. “Algunas partes del sector son más sólidas. Tras la crisis del 2008 la administración recapitalizó los bancos y frenó las prácticas más arriesgadas del boom crediticio. “Aunque EU nunca pensó que pasaría por la experiencia de Japón, cuando les tocó vivirla, reaccionaron más rápido que nosotros porque algo habían aprendido. También fueron más enérgicos que los europeos”, reconoce Nakaso.

Sin embargo, el sector no está completamente a salvo. Los inversionistas que no pertenecen al sector bancario han asumido riesgos, en parte porque la política monetaria flexible ha favorecido los créditos muy baratos. Y también está el problema del apalancamiento. Una de las características de la última década es que entre el 2007 y el 2017, el ratio de deuda global con respecto al PIB pasó de 179 a 217%, según el Banco Internacional de Pagos.

Ahora, el boom de deuda se reparte entre las empresas más arriesgadas y los gobiernos, desde Turquía a EU, donde la deuda se ha acelerado desde la llegada de Trump.

Mientras, en China, la deuda pública y privada se ha duplicado en la última década alcanzando 300% del PIB. Ante esta situación, cabe preguntarse si la próxima crisis estallará en China, En opinión de Nakaso, “puede que no” porque, aunque las cifras de deuda parecen preocupantes, China tiene unas buenas reservas de divisas y un gobierno que puede actuar enérgicamente para contener una crisis.

El gigante asiático tiene otra ventaja: la obsesión por la historia. Las autoridades se dedican a estudiar los desastres ajenos para intentar evitarlos. Una cosa que ha quedado medianamente clara es que, si Pekín sucumbe alguna vez a sus propios excesos, las consecuencias para la economía global serían devastadoras. (Gillian Tett. Financial Times)

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