El cierre de El Parnaso

En mi adolescencia -finales de los 70 y principios de los 80-, en el sur de la ciudad de México había cuatro librerías que me gustaba visitar. El Ágora de Insurgentes, casi esquina con Barranca del Muerto, la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, El Parnaso del Jardín del Centenario (Centro Histórico de Coyoacán) y El Relox, en la plaza del mismo nombre, enfrente de la juguetería Ara y del salón de diversiones infantiles Mundo Feliz. De todo lo anterior ya sólo existe la Gandhi que, lejos de desaparecer, acaba de cumplir 40 años y se ha convertido en una de las cadenas libreras más importantes del país, con varias sucursales no sólo en la capital, sino también en provincia. Y me comenta mi amigo el arquitecto X que Mundo Feliz sigue siendo un mundo feliz, aunque con un nombre SPA y con una clientela de adultos.

Creo que de las mencionadas librerías, la primera en cerrar fue El Ágora, en donde no sólo se podía comprar libros, sino hacer tertulias por las tardes en el amplio y soleado café del segundo piso e, incluso, asistir al pequeño foro entre la planta baja y la planta alta en donde se montó por años la obra El juego que todos jugamos, del chileno Alejandro Jodorowsky, además de conciertos de jazz y espectáculos varios.

Hoy, aquello que pretendía ser una plaza pública para las artes y el pensamiento me parece que es un billar y especulo que no debe de ser más redituable económicamente que el concepto que tenía antaño.

La siguiente librería en cerrar fue El Relox que, aunque vendía caro, uno encontraba allí obras difíciles de adquirir en otros lugares. En mi época de universitario de la carrera de Filosofía me hice de mi biblioteca de dos maneras:

o pedía mis libros por encargo a una amiga X -que, por cierto, ahora es una de las artistas conceptuales más reconocidas en México y en el extranjero-, que me los conseguía nuevos y a mitad de precio, o los compraba en El Relox con un sobreprecio con respecto a otras librerías, pero, pese a ello, el lugar me gustaba porque poseía ese aire que, entre sus libreros, uno podía encontrar tesoros escondidos.

Ahora, toda la plaza de lo que era El Relox se transformó en una gran papelería.

De la librería El Parnaso que acaba de cerrar me tocó ser cliente, asiduo parroquiano de su cafetería y, en la última década, proveedor de libros.

Hace no más de un cuarto de siglo, el Jardín del Centenario era ligeramente distinto.

No había jipitecas vendiendo la artesanía que un gran jipiteca maquila para todos losjipitecas del mundo (sean mexicanos, españoles, portugueses o húngaros), ni los numerosos restaurante y bares en los lados norte y sur de la plaza; sólo, en la esquina poniente-sur, estaba la juguería -allí sigue-; en la norte-oriente, la heladería La Michoacana -allí sigue- y en la sur-poniente El Parnaso, como el centro de un universo literario-cultural.

No creo que haya escritor chilango nacido antes de la década de los 70 que no se haya tomado un café en su terraza, en la que en algún tiempo hubo una tarima para músicos y presentadores de libros.

Al lado de El Parnaso, sólo que cruzando la calle, en la plaza de la Parroquia de San Juan Bautista, a mí me tocó asistir, por ejemplo, a una conferencia de Julio Cortázar al aire libre, así como ver el montaje y desmontaje de un conjunto escultórico en honor primero, y en desaire después, a Hernán Cortés; o cómo, de la noche a la mañana, la parroquia amaneció con almenas.

Con el nuevo milenio, la librería entró en decadencia. Se le dejó en agonía de manera inexplicable y uno, como editor, pues llevaba allí sus novedades más por nostalgia que por negocio. De manera que el dueño del local decidió subirle la renta a los libreros para, según dicen las malas lenguas, convertir dicho espacio en un bar. Y como dicha versión ya fue desmentida por un funcionario delegacional, seguramente, en pocos meses, habrá un bebedero más en el Jardín del Centenario.