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Luis Nishizawa, el bambú ?y el gorrión
En Japón suelen tener como ejemplo seguir los atributos del bambú: recto y esbelto pero también flexible, y el gorrión es un espíritu libre.
El maestro Luis Nishizawa nació un 2 de febrero, Día de la Candelaria, en el Estado de México, en 1918, rodeado de campo, colibríes y de la luz plateada que reflejan los volcanes...
Y murió hace unos días rodeado de familia, de la admiración de quien conoció su pintura y de respeto por una vida entregada al arte de manera tan cabal. Precisamente el 29 de septiembre, al medio día, perdimos a uno de los más importantes pintores de caballete del siglo pasado.
La primera fecha hace referencia a la luz, a las candelas, a un rito milenario de origen oriental que se engarzó fuertemente en la tradición mexicana que festeja el comienzo de un ciclo agrícola con Niños Dios vestidos de infinitas formas y tamalli.
En la segunda fecha, la de su muerte, se celebra en México a San Miguel, el Príncipe de los Ejércitos del Cielo, un arcángel guerrero.
Es decir, la de Nishizawa fue una vida plena de simbolismos de principio a fin: primero la luz y luego la espada. En este último caso su combate se libró contra poderosos enemigos del talento de los jóvenes artistas mexicanos: la pobreza y la marginación.
Una vida si se mide en años tal vez no signifique mucho, casi no nos diga nada, aunque sean 96; pero si se mide en obras... es inmensa.
Su herencia pictórica comprende centenas de trabajos, una prodigiosa cornucopia de esculturas, murales, grabados, acuarelas, mixografías, vitrales; cuadros fabulosos entre los que figuran naturalezas muertas, retratos, autorretratos (de lo mejor de su trabajo), paisajes (de lo más celebrado), desnudos...
Obra que redundó en premios y distinciones nacionales e internacionales entre las que sobresalen desde el Premio Nacional de Ciencias y Artes hasta el premio Tesoro Sagrado del Dragón, que le otorgó el gobierno de Japón.
Una vida que en gran medida la dedicó a enseñar, a la formación de más artistas lo mismo en la UNAM que en su Museo Taller. Un gran maestro.
No quiero ser samurai
En la calle Nicolás Bravo 305 está ubicado el Museo-Taller Luis Nishizawa, en Toluca, Estado de México. Se trata de una casa muy antigua con herrería artística y abundancia de maderas, decorada con gusto mexicano.
Una de las cosas que más llama la atención es que casi al pie de una escalera aparece una armadura de hierro de las que usaron los guerreros japoneses del siglo XIV.
Estamos de visita en el Museo para elaborar una revista cultural del Estado de México, a principio de los años 90. En este contexto la presencia y las palabras del pintor son fundamentales.
Pregunto al maestro Nishizawa si la armadura que vimos perteneció a sus antepasados, y responde: No perteneció a la familia. Lo que sucede es que le hice un retrato a una persona y en agradecimiento me mandó la armadura .
Pero su padre, el señor Kenji Nishizawa, sí tuvo una formación militar. Insistí porque sé que fue un soldado samurai que en su paso por México, rumbo a Estados Unidos, al llegar al Estado de México se enamoró de una mujer que a la postre le dio cinco hijos, entre ellos Luis. Entonces el maestro me contó:
Como mi padre fue un hombre adentrado en las artes marciales me quiso enseñar judo cuando yo era muy joven, pero yo no resistí, porque en el judo lo primero es saber caer, y en ese tiempo aquí no había los medios necesarios para practicarlo [no tenían la colchoneta tatami] entonces me enseñaba en el jardín, en el pasto . Lo cual era muy rudo. Claro, mi padre quería que yo aprendiera judo, pero un día le dije: padre, ya no quiero ser samurai, mejor ahí la dejamos .
El bambú y el gorrión
Pero eso no es todo, en el escudo de la familia Nishizawa, que se puede ver también en el Museo-Taller, aparecen dos elementos básicos que parecen predestinar la vida y aspiraciones del maestro: el bambú y el gorrión. Esto según me lo platicara el propio maestro Nishizawa.
En la educación de Oriente suelen tener como ejemplo a seguir los atributos del bambú: recto, esbelto, siempre creciendo con la mira puesta en el sol. Pero también flexible, por eso resiste a todo viento. Esa obsesiva verticalidad de su vocación, sus colores alegres, su vitalidad, le dan un parangón con la vida del hombre: su meta está en las nubes, se dobla pero no se rompe.
Y el gorrión es un ser de naturaleza inquieta, de espíritu libre que, no obstante, sabe en donde permanecer para protegerse: por lo regular en nidos que hace entre las cañas del bambú.
Los mundos de Nishizawa
Por eso, basado en la dualidad fortaleza-suavidad, permanencia y cambio, en la obra de Luis Nishizawa habitan todos los motivos y todos los mundos posibles: el mundo micro de los insectos; el mundo macro de las montañas y el paisaje; y el intermedio, propio de la dimensión del hombre.
El mundo micro se concreta en pájaros minúsculos, los colibríes, las frutas eternizadas en el lienzo, los pericos, los peces rojos, camarones, charales, insectos.
Algunos de estos elementos penden de un hilo muy fino como la vida del hombre. El mundo intermedio es el del hombre, donde habitan los niños de rostros de tierra, las mujeres de miradas tiernas en los retratos, los Cristos de Iztapalapa morenos y de rasgos indígenas que gimen su suplicio actuado; los judas que no espantan ni a los niños y que brillan con ese rojo encendido tan mexicano y que nos miran con esos ojos de regocijo y travesura como si supieran de la sorpresa que anida en su alma explosiva.
Sus dominios, sobre todo, comprenden sus retratos y sus autorretratos, éste último su género más celebrado, en donde no sólo se interroga por su esencia, sino por lo que está pensando el que lo mira.
Ahí se plasma el resumen de una vida, de una actitud, una psicología puesta en una mirada, un gesto, el rictus de una boca, la postura de unas manos.
Luego viene el mundo macro de las montañas con sus nieves permanentes, o las cimas soleadas y desérticas, la solidez de la roca desnuda, su belleza rudimentaria siempre en contraste con la delicadeza de las nubes o con la calidez de la luz celeste.
Los tres mundos que lo habitan son tocados por la mirada bondadosa, tierna y fresca de Nishizawa, pero manejados con la dura y obsesiva técnica del artesano. Es decir, volvemos al espíritu del bambú y el gorrión, como en su escudo heráldico.
Entre las obras del maestro Nishizawa que más admiro están: Niños armando un judas (1953), Caín (1958), Cristo de Iztapalapa (mural, 1956), Al caer la tarde y el sueño de mi madre (1970), Retrato de María (s.f.), Mi padre en sus largos días (s.f.), Iztaccíhuatl (1998), Colección de Desnudos (2002) y muchos otros que ahora se me escapan.
Fantasmas cultos de otros tiempos
Cuentan los trabajadores del Museo Taller que hay varios fantasmas en el sitio. Que su presencia puede deberse a la existencia de un tesoro enterrado en algún lugar de la casona. Nunca se sabe. Fantasmas cultos deben ser, pues se mueven por las salas llenas de cuadros o por esos amplios corredores olorosos a barniz y pintura.
Muy claramente dicen son hombres y mujeres de otras épocas: damas elegantes, niños juguetones, jóvenes guapos, frailes con cadenas. Todos ellos salen y entran de las paredes, aparecen y desaparecen casi en cualquier parte.
Tal vez, uno nunca sabe, en el futuro las crónicas nos dirán que el maestro Nishizawa, después del triste 29 de septiembre, dialogaba con ellos, con su voz pausada y suave, para convencerlos de que lo dejaran pintar aquel otro lado del mundo que es la dimensión de la muerte, claro, sin abstracciones ni nacionalismos baratos.