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COP27: ¿hacia la justicia climática para África?
La reunión de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático de este año (la COP27) se viene celebrando durante los últimos días en suelo africano, en Egipto. Si bien esto podría verse como algo positivo para los intereses del continente, diferentes organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han sido muy críticas respecto a la legitimidad del país anfitrión para organizar este evento.
África ante el cambio climático
El continente africano aglutina a muchos de los países que sufren más intensamente las consecuencias del cambio climático. Aunque sus impactos varían en intensidad de unas regiones a otras, se consideran profundos y severos. Abarcan diferentes dimensiones como la alimentación, la disponibilidad de agua, la salud, las migraciones, la biodiversidad y la capacidad de generar ingresos.
Más de la mitad de la fuerza de trabajo del continente está empleada en el sector agrícola, y la práctica totalidad de las tierras de cultivo dependen directa o indirectamente de la lluvia. En este contexto, Naciones Unidas estima que desde 1961 la productividad de la agricultura en África ha caído un tercio por circunstancias atribuibles al incremento de temperaturas.
Así, fenómenos cada vez más frecuentes e intensos como las sequías tienen un alto impacto en importantes segmentos de la población rural. Y en las ciudades la proliferación de asentamientos informales sin servicios básicos incrementa la vulnerabilidad de sus habitantes ante episodios de escasez de agua, calor extremo e inundaciones.
¿Un reparto justo de responsabilidades?
Sin embargo, África es la región del mundo que menos ha contribuido a la gestación del cambio climático. En las estimaciones de emisiones totales de CO₂ (principal responsable del calentamiento global) entre 1750 y 2021, la contribución de África se sitúa en un 3 %, mientras que la de EE. UU. es un 25 %, la de la Unión Europea un 17 % y la del Reino Unido un 5 %.
Si en lugar de las emisiones históricas de CO₂ observamos la tendencia de los últimos años, veremos también que la contribución de África continúa siendo mínima en relación a las emisiones del norte global y China.
El contraste entre los impactos del cambio climático y la participación en las emisiones globales de gases de efecto invernadero son el principal argumento para exigir a los países de alto ingreso un reparto de responsabilidades justo. De ahí que declaraciones como las del enviado presidencial especial de Estados Unidos para el clima John Kerry el pasado 15 de septiembre en Dakar, en las que aseguró que a la “madre naturaleza no le importa de dónde proceden las emisiones”, hayan creado cierto revuelo.
En el contexto africano, priorizar las políticas de reducción de las emisiones de CO₂ como se insiste desde los gobiernos del norte global no necesariamente juega a favor de la agenda del desarrollo del continente. Esto es un nuevo ejemplo de cómo los países desarrollados aplican un doble discurso. Por una parte, desincentivan el uso propio de las fuentes de energía existentes en África, y por otra, continúan incrementando el consumo de combustibles fósiles en sus economías.
Recordemos que dentro de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos por Naciones Unidas en 2015, el 7.1 señala que para 2030 hay que “garantizar el acceso universal a servicios energéticos asequibles, fiables y modernos”. A día de hoy, más de 500 millones de africanos no tienen acceso a la electricidad. Para garantizar este derecho en África se deben poder desarrollar servicios energéticos con sus propios recursos naturales, aunque en el corto plazo, y de camino hacia la necesaria transición energética a medio y largo plazo, ello signifique un incremento de las emisiones de CO₂. Además, el impulso hacia la industrialización en el continente también va a requerir necesariamente un mayor uso de recursos energéticos en el futuro próximo.
Sin recursos financieros suficientes
Las nuevas condiciones climáticas en África exigen un despliegue de políticas de adaptación que precisan de abundante financiación. Lo mismo cabe decir para la adopción de tecnologías energéticas basadas en fuentes renovables como la eólica o la solar. Todo ello ha llevado a que uno de los temas estrella en las sucesivas COP haya sido la movilización de recursos financieros para estas políticas.
En la COP15 de Copenhague (2009) se puso en marcha el Fondo Climático Verde, llamado a canalizar las contribuciones financieras de los países ricos hacia los países del sur global. Si bien este no es el único fondo explícitamente orientado a la lucha contra el cambio climático, es el que más financiación ha aglutinado, tanto a nivel global como para el continente africano.
El objetivo inicial era que este fondo alcanzara los 100 000 millones de dólares anuales en 2020 y que se mantuviera en ese nivel. Confirmando las previsiones menos optimistas, el fondo no alcanzó su objetivo en 2020, quedándose en 83 300 millones. Por otra parte, se calcula que tan solo un 26 % del total de estos recursos se ha destinado a proyectos de mitigación y adaptación en África en los últimos años.
El Acuerdo de París (COP21) de 2015 incluía una pacto para la creación de un fondo financiero específico para pérdidas y daños. Este fondo serviría para reparar los perjuicios derivados de fenómenos meterológicos extremos como ciclones, sequías o inundaciones, atribuibles al calentamiento global. Nada de ello se ha concretado hasta ahora, a pesar de las reclamaciones de los gobiernos del sur global.
Sin embargo, en la COP26 de Glasgow (2021) se abrió la puerta a la negociación para su puesta en marcha, y en esta COP27 ha formado parte de la agenda y de los debates. La negociación durante la conferencia ha avanzado y se cuenta incluso con un texto borrador. No obstante, dadas las resistencias mostradas por las grandes potencias económicas, lograr un acuerdo sobre este tema no está resultando sencillo.
Mitigación, adaptación y desarrollo
En el caso africano, diferentes episodios recientes, como la destrucción ocasionada 2019 por el paso del ciclón Idai en Beira (Mozambique) o la sequía extrema que se viene observando por quinto año consecutivo en el Cuerno de África, y que está poniendo en serio riesgo la seguridad alimentaria de millones de personas, vienen a ilustrar la urgencia de activar compromisos financieros complementarios a los ya existentes en materia de mitigación y adaptación.
El reconocimiento de responsabilidades diferenciadas en el cambio climático debe conducir en primer lugar a asegurar una financiación amplia y sostenida que permita poner en marcha políticas de mitigación, adaptación y reparación en África a la altura del reto al que se enfrenta el continente.
En segundo lugar, los compromisos a medio y largo plazo de los países africanos en materia de mitigación deben ser compatibles con el acceso universal de sus habitantes a la energía, y con los incipientes procesos de industrialización en marcha en el continente.
Sobre todo ello se ha hablado y negociado estos días en la COP27 de Sharm el-Sheij. Pese a todo, no sería sorprendente la ausencia de grandes anuncios ni compromisos de gran alcance que contribuyan a mejorar la justicia climática global y respecto a África en particular. Si ese fuera el caso, seria triste pensar que la conferencia tan solo haya servido para poner de manifiesto una vez más las grandes contradicciones, incoherencias y urgencias a las que nos enfrenta el cambio climático. Porque, mientras tanto, quieran los líderes mundiales escucharlo o no, el tictac de la emergencia climática seguirá resonando.
Este artículo es una adaptación de la carta del Grupo de Estudio de las Transformaciones de la Economía Mundial de la UAM titulada ‘África ante al cambio climático: entre los efectos, las políticas públicas y la justicia ambiental global’ y escrita por los autores.
Artur Colom Jaén, Profesor Agregado de Economía Mundial, Universitat de Barcelona and Eduardo Bidaurratzaga Aurre, Profesor Titular del Departamento de Economía Aplicada, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.