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Geopolítica

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Cómo Trump, de todas las personas, puso punto final a la corporación amoral

El éxodo de inversionistas a los consejos del presidente estadounidense se ha visto como una señal de cambio en Washington en contra del capitalismo desmesurado

Cuando los ejecutivos corporativos decidieron renunciar en masa a dos consejos consultivos altamente visibles de la Casa Blanca no sólo fue otro factor en la caída de Donald Trump en la irrelevancia política, aunque en parte fue eso.

Más significativamente, es probable que se considere como un punto de inflexión en la evolución del capitalismo estadounidense un reconocimiento de algunos de los principales ejecutivos corporativos de la nación de que el objetivo único de centrarse en maximizar los beneficios y precios de las acciones que ha sido su mantra durante las últimas tres décadas ya no es políticamente viable ni moralmente aceptable.

Es poco probable que los ejecutivos que posaron sonrientes para las fotografías con el presidente en la primera reunión del Foro de ­Política y Estrategia de la Casa Blanca y la Iniciativa de Empleos de Manufactura hayan sido partidarios entusiastas del candidato Trump. Públicamente, la mayoría se había opuesto a las posiciones del presidente sobre inmigración, comercio, cambio climático y derechos de los homosexuales. En privado, muchos lo consideraban inadecuado para el trabajo. Sin embargo, los asesores económicos del presidente habían convencido a los ejecutivos de que podrían ayudar a dar forma al programa económico de la administración. Y los ejecutivos estaban dispuestos a prestar su apoyo y legitimidad a los esfuerzos de la administración para aumentar sus beneficios mediante la reducción de impuestos y de la regulación. El auge de las cotizaciones bursátiles desde la inauguración de la administración el Trump bump parecía confirmar ese cálculo original.

Pero dos cosas han cambiado este análisis costo-beneficio. La primera fue que el presidente y los aliados republicanos en el Congreso han hecho tal desparpajo de cosas que es improbable que las empresas obtengan una reforma tributaria o el alivio regulatorio que imaginaron.

Pero lo más sorprendente fue que la respuesta de Trump a las protestas y a la violencia de los neonazis y de los supremacistas blancos en ­Charlottesville, Virginia, haya sido tan ofensiva que, aunque fuera capaz de entregar resultados a los accionistas, clientes y empleados de estas compañías, éstas ya no estarían dispuestas a aceptar el compromiso moral que le acompañaba.

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En otras palabras, fue necesario que Donald Trump convenciera a los líderes corporativos de que maximizar los beneficios para los accionistas no es lo único que importa, que en la era de Internet y de las redes sociales, otras partes interesadas tienen el poder de obligar a las empresas y a sus líderes a comportarse de manera que se ajusten a las normas sociales y sean consistentes con valores morales ampliamente compartidos.

La justificación moral para maximizar el valor para los accionistas siempre había sido de utilidad. Fue algo como esto:

La magia de los mercados libres es que, al permitir y alentar a los productores, consumidores e inversores a actuar egoístamente en formas que maximizan sus propios ingresos, la economía es dirigida, como si fuera una mano invisible , en la feliz frase de Adam Smith, a un nivel de prosperidad que hace a todos los demás mejores en la sociedad.

Este sistema de libre mercado ha sacado a miles de millones de personas de la pobreza de subsistencia en la que estuvieron atrapadas durante siglos. Al generar el mayor bienestar para el mayor número de personas, el capitalismo de libre mercado es el sistema económico más moral jamás ideado. Y por eso no es necesario juzgar si las acciones de individuos o empresas en el mercado son morales o inmorales. El negocio es amoral.

Pero en los últimos años nuestra confianza en la superioridad moral y económica del capitalismo de libre mercado se ha erosionado. Aquí en Estados Unidos hemos observado el estallido de dos burbujas financieras, luchado contra dos recesiones y sufrido a través de varias décadas en las que casi todos los beneficios del crecimiento económico han sido capturados por el 10% más rico. Una serie de escándalos financieros y de contabilidad, aunado al aumento de la remuneración de los directores ejecutivos, los banqueros y los gestores de fondos de cobertura, ha generado un gran resentimiento y cinismo.

Mientras que algunos han prosperado con la globalización y el cambio tecnológico, muchos se han quedado atrás.

Hace una década, 80% de los estadounidenses estaba de acuerdo con la afirmación de que una economía de libre mercado era el mejor sistema. Hoy en día, es 60%, por debajo de China. Una encuesta reciente encontró que sólo 42% de los millennials apoya el capitalismo.

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Parte de nuestra inquietud tiene que ver con la incapacidad del sistema de mercado en los países desarrollados para seguir proporcionando un nivel de vida cada vez mayor a la familia promedio.

Pero otra parte de ella refleja una sospecha persistente de que el sistema ha escapado de los carriles morales, ofendiendo nuestro sentido de justicia, erosionando nuestro sentido de comunidad, envenenando nuestra política y recompensando valores que fácilmente degeneran en avaricia e indiferencia.

Lo que sucedió en los últimos 30 años es que el capitalismo al estilo americano se convirtió en víctima de su propio éxito. A finales de los años 70, la economía estadounidense había perdido su ventaja competitiva a medida que la innovación se retrasaba, la productividad flaqueaba y los costos se disparaban.

Bajo la presión de proveedores extranjeros, rivales ascendentes e inversionistas insatisfechos, las grandes corporaciones se vieron obligadas a reestructurarse y rehusarse, y las que lo lograron se hicieron más fuertes que nunca. En el proceso, maximizar el valor para los accionistas se convirtió en el nuevo mantra de negocios.

Pero lo que comenzó como una útil y necesaria medida correctiva para una economía que estaba perdiendo su ventaja competitiva se ha convertido ahora en un dogma corruptor empujado al extremo.

Para demasiadas empresas, maximizar el valor para los accionistas ha proporcionado justificación para burlarse de los clientes, exprimir a los empleados, evitar impuestos, despojar al medio ambiente y dejar a las comunidades en la estacada.

Y para muchos estadounidenses el capitalismo es ahora visto como un sistema desagradable de codicia organizada en el que cada hombre ve por sí mismo.

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Ese es el modelo moralmente limitado de capitalismo que durante una generación se ha enseñado en las escuelas de negocios

y departamentos de economía, consagrados en el derecho corporativo y exigido por los inversionistas de Wall Street y los administradores económicos.

Y es el mismo modelo que ha llevado a los líderes empresariales a abandonar su tan necesario papel como administradores de la economía y saltar a la cama con el Tea Party y luego con Donald Trump.

Ahora, después de décadas de predicar que lo que era bueno para General Motors es bueno para América, los líderes corporativos reconocen que podría ser al revés, que lo que es bueno para América es bueno para General Motors. Sin embargo, aunque la conversión llegue tarde, su acción la semana pasada fue valiente e impactante. Les debemos nuestra gratitud.

Steven Pearlstein es escritor de negocios y economía. También es profesor de Asuntos Públicos en la Universidad George Mason.

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