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Chelsea Clinton y los falsos liberales
The New Yorker ingresa al mundo de lo políticamente correcto al retirar a Bannon de un evento.
La libertad de impedir que Steve Bannon se expresara en el festival que organiza el semanario The New Yorker revela la degradación del entorno liberal estadounidense. Ejercer la libertad no siempre es un acto reflejo de la tolerancia.
No me gusta defender a Bannon pero hoy lo haré.
Silicon Valley, capital tecnoutópica del siglo XXI, ya había dado visos regresivos de la libertad de expresión al cerrarle sus puertas a Alex Jones y a sus productos alucinógenos de Infowars. Un buen día, Facebook, Twitter, Apple y YouTube coludieron en contra de Jones, personaje locuaz que tiene gran penetración en la demografía del desconocimiento y del fanatismo.
Steve Bannon no sólo es el álter ego del actual presidente de Estados Unidos, se trata de uno de los principales ideólogos de la democracia iliberal que actualmente seduce a populistas europeos. La presencia de Bannon en el festival del semanario era importante por sus vínculos con los contenidos que nutren en la actualidad a la agenda global: el domingo pasado la ultraderecha ascendió en espectro político sueco y el próximo mayo Europa tendrá elecciones parlamentarias en el momento más crítico de la Unión Europea.
La visión liberal de la revista The New Yorker ha sido empañada por la presión que recibió su editor, David Remnick, por “figuras” del marketing progresista. Pongamos el ejemplo de Chelsea Clinton. En su cuenta de Twitter, la hija de Bill y Hillary escribió que con la presencia de Bannon en los eventos de The New Yorker y The Economist, se entra a un escenario en el que se normaliza al fanatismo.
Los comediantes Judd Apatow, John Mulaney, Jim Carrey y Jimmy Fallon o el músico Jack Antonoff junto a Boots Riley y Sally Yates amenazaron con cancelar su participación si Steve Bannon acudía al evento.
“No quiero que los lectores bienintencionados y los miembros de la revista piensen que ignoro sus preocupaciones”, explica el editor de The New Yorker, “lo he pensado profundamente y discutido con los colegas y lo he reconsiderado. Cambié de parecer” (The Washington Post, 4 de septiembre).
Aplausos de los progres sintéticos como Chelsea y compañía; no se percataron de que su pensamiento intolerante es perfectamente simétrico al de Donald Trump; que su crítica hacia medios liberales también es perfectamente simétrica a la de Trump, el supremacista de la Casa Blanca.
“La comunicación de masas había sido dominio exclusivo de la élite política y económica (...) En el último cuarto de siglo, el ascenso de internet y, en especial, de las redes sociales ha desplazado el centro de gravedad de la tensión de poder entre fuerzas políticas integradas en el sistema establecido y fuerzas excluidas por este”, escribe Yascha Mounk en su libro The people vs. democracy (en México, Paidós lo traduce como El pueblo contra la democracia).
Sí, basta con que integrantes de la distopía oclocrática voten a favor o en contra de la presencia de un personaje en cualquier festival, para que los organizadores reaccionen. Si el precio es degradar la libertad de expresión de una revista como The New Yorker, no importa, Chelsea Clinton lo pide.