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Opinión

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Desapariciones: vergüenza nacional

Vivimos en un país donde se desaparece por miles a hombres, mujeres, niñas y niños, donde se mata a madres que los buscan. En total impunidad. En un país tan miserable e injusto, el 10 de mayo es una fecha vacía, un día oscuro para las madres y familias de más de 112,000 personas desaparecidas. El hueco es tan enorme como el silencio de una sociedad anestesiada, incapaz de asumir como propia esa pérdida casi indecible, esa vergüenza nacional.

Desde 2012, las familias y colectivos que buscan a sus seres queridos desaparecidos han resignificado el Día de la Madre como un día de denuncia y reclamo, con la Marcha de la Dignidad Nacional. Un día en que las promesas rotas del actual gobierno duelen e indignan más. Un día en que la aridez de la búsqueda se traslada al centro del país, a su avenida emblemática, para alzar la voz y denunciar la violencia institucionalizada, los crímenes de un Estado omiso y negligente, la colusión de funcionarios, la complicidad de criminales dentro y fuera del gobierno. Un día en que, con dolor y lucidez, exigen Verdad y Justicia.

Así, por más que los gobiernos y muchos medios se empeñen en transformarlos en cifras que aumentan día a día,  las voces fuertes y valientes de sus madres y familiares nos recuerdan sus nombres, sus rostros, sus historias: Minerva, desaparecida en Oaxaca en 2006, Jovanna, desaparecida en Torreón en 2021, Óscar Arturo, desaparecido en Tulum en 2022, Ricardo y Antonio, desaparecidos en 2023 en Michoacán y Colima. Tantas y tantos más: familiares y colectivos vienen desde Chihuahua, “Somos parte de la tragedia nacional”; Tamaulipas y Coahuila; San Luis de la Paz, Guanajuato; Jalisco, primer lugar en desapariciones; del Estado de México y de la capital (ciudad sin esperanza ni derechos), a marchar por sus seres queridos, por todas estas vidas dignas de ser buscadas y lloradas, dignas de duelo y luto.

Mantas, carteles y bordados nos recuerdan, buscan recordarnos que este niño, esta familia, estos hermanos, estas amigas, todos y cada una son seres humanos abandonados por el Estado, ignorados por los gobiernos (de cualquier color), escamoteados por quienes deberían protegerlos (protegernos). Son víctimas de desaparición forzada, de pesquisas mal hechas o inexistentes, de omisión o colusión criminal, y de nuestra propia indiferencia o incapacidad de comprensión: en un país donde se desaparece impunemente, nadie está a salvo.

Seguir creyendo que sólo en el norte, dominado por el crimen organizado, suceden desapariciones masivas, o que “eso” sólo le pasa a quienes “andaban en malos pasos”, es dejarse engañar por los discursos oficiales que han reiterado esa narrativa desde 2006 por lo menos. Como expresaron varias madres en El Ángel la semana pasada, la desaparición se ha convertido en una “tragedia humanitaria que parece no tener fin”. Afecta a personas de distintas edades y orígenes: ni siquiera puede saberse cuántos migrantes han desaparecido pues las autoridades no los cuentan. Se trate de nacionales o de migrantes, el gobierno no busca ni investiga, no intenta siquiera reconocer y responder a la monstruosa dimensión de esta crisis de derechos humanos.

Lo más estremecedor es que ni siquiera bajo un gobierno que prometió un cambio pueden las familias esperar justicia.  Como lo expresó con valentía y firmeza María Herrera, madre de cuatro hijos desaparecidos, pese a las promesas del presidente (en su campaña), “aquí seguimos, un año más de gobierno, sin una respuesta”. Las familias, afirmó, han seguido buscando “contra viento y marea” en calles y cárceles. Seguirán buscando “sin garantías” y seguirán exigiendo que el gobierno “cumpla con su deber”, que cuide, defienda y escuche a las madres buscadoras, víctimas también de lo que no es “crimen organizado” sino “crimen institucionalizado”.

Dejar solas a estas madres es hacerse cómplice de una política criminal.  Exigir con ellas “Verdad y Justicia” es honrarlas y reconocer su lucha. 

 

Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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