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Deuda y disfuncionalidad en Estados Unidos
El último drama sobre el techo de la deuda que se desarrolla en Washington es más preocupante que de costumbre. Incluso si el presidente Joe Biden y los republicanos del Congreso llegan a un acuerdo, el daño económico y financiero podría ser grave, especialmente si el mundo pierde la paciencia con un sistema político estadounidense que parece carecer de medidas de seguridad adecuadas.
WASHINGTON, DC – ¿Habrá alcanzado la política estadounidense un nivel tal de disfuncionalidad como para no poder pagar sus cuentas a tiempo? Esa es la pregunta central detrás del drama del techo de la deuda que está ocurriendo en Washington. Hasta ahora, las gestiones para elevar este límite al endeudamiento del país sugieren que la respuesta bien podría ser afirmativa.
La primera señal de disfunción es que las autoridades electas recién han comenzado a entablar conversaciones entre sí. Estados Unidos va directo a un catastrófico impago el mes entrante y, sin embargo, el presidente Joe Biden, el portavoz de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, y otros líderes del Congreso no se habían reunido para hablar de la situación sino hasta el 9 de mayo, y un segundo encuentro que había sido programado para el 12 de mayo fue pospuesto.
La negativa de Biden a negociar es otra causa de inquietud: quiere que el Congreso eleve el límite máximo sin poner condiciones ni recortes al gasto federal. Si bien Biden puede tener razón en cuanto a los méritos, el sistema de gobierno estadounidense no siempre dirime conflictos según quién tenga la razón al respecto.
Desde hace tiempo ha estado claro que la mayoría republicana de la Cámara de Representantes no está dispuesta a aprobar un aumento incondicional del techo de la deuda. El 6 de mayo, 43 senadores republicanos publicaron una carta en que señalaban que no votarían por elevar este límite “sin reformas sustanciales al gasto y al presupuesto”.
Tal vez Biden supuso que los republicanos no estarían lo suficientemente organizados como para converger alrededor de un conjunto coherente de demandas. Es verdad que los republicanos de la Cámara son un grupo más bien caótico que necesitó más de cuatro días y 15 rondas de votación simplemente para elegir a un vocero en enero. Sin embargo, la Cámara aprobó hace dos semanas un proyecto de ley que elevaría el techo de la deuda, reduciendo el crecimiento del gasto federal, haciendo más estrictos los requisitos laborales en los programas de bienestar social y reformando los procesos de permisos y regulación en el ámbito energético, entre otras cláusulas. Más todavía, los senadores republicanos apoyan las iniciativas de la Cámara y respaldan con firmeza ese proyecto de ley, que debería ser la base de las negociaciones. Ante tal escenario, Biden no puede dejar de considerar la opción de suavizar su postura.
También resulta preocupante el acuerdo bipartidista de no reducir el gasto futuro en la Seguridad Social y el Medicare. La Oficina Presupuestaria del Congreso, que no responde a ninguno de los dos partidos, espera que estos programas eleven el gasto como proporción del producto económico anual en 0.7 puntos porcentuales durante la próxima década. Pero los republicanos se están centrando en recortes a categorías presupuestarias cuya reducción ya está proyectada, como educación, ayuda para la vivienda y fondos para las entidades federales de orden público. Si bien están en lo correcto al controlar esas categorías de gasto federal, deben hacer que su retórica se exprese en acciones, es decir, recortar los programas que hacen crecer la deuda estadounidense.
Incluso si Biden y los líderes de la Cámara y el Senado llegan a un acuerdo, este tendrá que ser ratificado por ambas entidades. McCarthy tendrá que convencer a sus correligionarios de que es el mejor resultado posible. Lo más probable es que la mayoría de los representantes republicanos se alineen tras él, pero la minoría de agentes del caos que hay en la Cámara podrían llegar tan lejos como amenazar su liderazgo si no quedan satisfechos con el trato.
Por supuesto, las señales de disfuncionalidad política pueden marcar una ruta que acabe en un arreglo aceptable, pero es necesario transitarla con rapidez. Incluso si el Congreso y el Presidente elevan a tiempo el límite máximo de la deuda, esperar hasta el último minuto y coquetear con un impago tendría graves consecuencias económicas y financieras: una caída en el mercado de valores, una menor confianza de los consumidores, aumentos de las tasas de interés, contribuyentes a punto de sufrir miles de millones de dólares en pagos de intereses adicionales y hasta los inicios de una crisis financiera global. Los mercados financieros ya están comenzando a reflejar la actual falta de avances, a través de marcados aumentos de las tasas de interés de corto plazo.
Hay incluso más en juego que eso. Si el Congreso y Biden no logran elevar el límite antes de que a Estados Unidos se le acabe el dinero, sería otra indicación de que el sistema político estadounidense carece de protecciones adecuadas. Un presidente negándose a negociar con el Congreso sobre un tema urgente y críticamente importante es por sí misma una señal de fracaso, así como lo es un vocero cuyo cargo se vuelve rehén de una pequeña minoría de los representantes de su mismo partido.
La corrosión de las normas y la falta de seriedad en Washington podía generar un desastre económico que seguiría las huellas de la insurrección del 6 de enero de 2021 y todo lo que la rodeó: la primera vez en la historia del país en que un presidente intentó hacer uso de su cargo para impedir la transferencia pacífica del poder tras haber perdido su reelección.
Los líderes extranjeros y los inversionistas globales dirigirían la mirada a los Estados Unidos y verían una advertencia aterradora. En este sistema quebrado, muchas autoridades electas no respetan los resultados de las elecciones presidenciales y permiten que las diferencias ideológicas y de políticas obstaculicen el cumplimiento del gobierno de sus obligaciones financieras. Los inversionistas pensarían dos veces antes de asignar su capital a entidades estadounidenses, y el papel de Estados Unidos como faro de los valores liberales -incluido el libre mercado- quedaría gravemente socavado.
¿Hacia quién, entonces, podría voltear el mundo? No hay ningún candidato obvio. Sin embargo, la ausencia de una alternativa mejor es un pobre reemplazo de la grandeza nacional y el liderazgo político y económico global. Tarde o temprano, desaparecerá.
*El autor es director de Estudios de Política Económica en el American Enterprise Institute, es autor de The American Dream Is Not Dead: (But Populism Could Kill It).