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Entender la economía política de China
Lo que venga a continuación en China se basará en el sistema de valores tradicional del país que, como enfatiza Yasheng Huang del MIT en su nuevo libro, ha sustentado altos niveles de prosperidad e innovación en el pasado. Y reflejará la determinación –no la rigidez– que subyace en el núcleo de la economía política de China.
SHANGHÁI. En tanto China lidia con inmensos desafíos —entre ellos, la implosión del sector inmobiliario, una demografía desfavorable y una desaceleración del crecimiento—, las dudas sobre el futuro del motor de crecimiento más grande del mundo se intensifican. Si a eso le sumamos el ascenso geopolítico de China, junto con el agravamiento de las tensiones con Estados Unidos, la necesidad de entender la economía política de China se está volviendo más urgente que nunca.
El libro de Yasheng Huang del MIT, The Rise and Fall of the EAST: How Exams, Autocracy, Stability, and Technology Brought China Success, and Why They Might Lead to Its Decline (El ascenso y la caída del EAST: cómo los exámenes, la autocracia, la estabilidad y la tecnología generaron el éxito de China, y por qué podrían provocar su caída),– puede ser de ayuda. Huang disocia el término heurístico EAST del registro histórico de los últimos dos milenios y medio, especialmente los últimos 40 años, para llegar a una conclusión clara: China debe hacer cambios radicales si pretende concretar su potencial de desarrollo pleno.
Huang sostiene que las semillas de la caída de China se plantaron allá por el siglo VI, con la implementación del sistema opresivo de exámenes de la administración pública Keju. En su opinión, este sistema ofrece una respuesta a la “gran interrogante” del historiador Joseph Needham: ¿por qué la China imperial, con sus profundas ventajas científicas y tecnológicas, no logró lanzar su propia Revolución Industrial mucho antes de que lo hiciera Europa? Antes de que se introdujera el sistema Keju, China generaba algunas de las invenciones más transformadoras de la historia, como la pólvora, la brújula y el papel. Pero la investigación empírica de Huang sugiere que la creatividad china alcanzó un pico entre los años 220 y 581, durante el interregno bastante caótico de Han-Sui. “La primera ola de estancamiento tecnológico en China”, observa Huang, “coincide con el fin de la fragmentación política de China”.
The Rise and Fall of the EAST, efectivamente, sobrevalora algunos aspectos del registro histórico, para ofrecer una descripción “más limpia” de la que podría garantizarse. Por ejemplo, un conjunto de datos de renuncias de primeros ministros conforma la base de la conclusión de Huang de que, con la introducción de Keju, los controles y contrapesos entre los emperadores y sus burócratas desaparecieron en favor de una “relación simbiótica”. El resultado es una descripción casi lineal de la decadencia. Pero eso es difícil de cuadrar con la “revolución industriosa” de la dinastía Qing, durante la cual la población de China se duplicó con creces y su porcentaje del PIB global alcanzó un tercio.
Sin embargo, Huang también puede ser extremadamente perceptivo, como cuando desafía la sentencia de David Landes de que el Estado mata el progreso tecnológico. Por el contrario, Huang sostiene que “el liderazgo temprano de China en tecnología se debió críticamente —y, tal vez, de manera exclusiva— al rol del Estado”. Cita al economista y premio Nobel Douglass North y escribe: “Si uno quiere concretar el potencial de la tecnología moderna, no puede hacerlo sin el estado, pero tampoco puede hacerlo sin el Estado”.
¿Pero qué tipo de Estado? En la visión de Huang, la autocracia “tiene raíces profundas en China por su diseño casi inmaculado, la ausencia de sociedad civil y valores y normas profundamente arraigados”. Pero la tendencia de China hacia un “rol unitario”, escribe, es fundamentalmente cultural, y la “dirección causal” de la autocracia va “de la cultura a la política, no al revés”.
De la misma manera, muchos académicos chinos modernos responsabilizan por las fortunas decrecientes de China en los siglos XIX y XX a una ideología confuciana conservadora, que carecía de cualquier espíritu de descubrimiento o ímpetu para la toma de riesgo. Huang llega a sugerir que, en tiempos en que los budistas y los taoístas representaban un porcentaje mayor de las figuras históricas prominentes, en relación con los confucianos, era más factible que florecieran ideas novedosas.
Pero existen motivos para creer que las estructuras estatales y las preferencias políticas de China no son sólo culturales en principio, sino también, o quizá más bien, el resultado de acuerdos institucionales deliberados. Por ejemplo, las organizaciones comerciales de China son dirigidas por laoban, o jefes, dominantes. Como sea, un foco limitado en las estructuras verticales de China puede eclipsar la naturaleza ascendente de muchos aspectos de la vida política y económica china.
Como observa Huang, la economía política china se caracteriza no sólo por el control, sino también por la autonomía. Si bien China se ha beneficiado de la gestión estatal, mediante políticas verticalistas deliberadas (ejemplificadas por los Planes Quinquenales del gobierno), las iniciativas privadas que son ascendentes y caóticas (como la actividad empresarial) también han demostrado ser vitales para su desarrollo. Entender el equilibro entre control y autonomía es esencial para cualquier evaluación de los desafíos que enfrenta China, desde liberar “espíritus animales” hasta implementar reformas institucionales.
The Rise and Fall of the EAST también considera por qué China hasta el momento ha logrado evitar lo que Huang llama la “maldición de Tullock”: la inestabilidad o conflicto causado por los incentivos perjudiciales y mal alineados que definen las sucesiones autocráticas. Pero podría haberse beneficiado de un análisis más profundo de otro fenómeno explorado por el economista Gordon Tullock: la búsqueda de renta.
La trayectoria de desarrollo económico y humano de cualquier país está determinada, en gran medida, por si las élites usan su poder para crear o extraer valor. Cierto grado de búsqueda de renta quizá sea inevitable. Uno podría desestimar a los “capitalistas sin escrúpulos” de los Estados Unidos del siglo XIX como amorales, pero los Rockefeller, los Vanderbilt, los Carnegie y otros desempeñaron un rol central para hacer de Estados Unidos el país más próspero del mundo. De la misma manera, los monopolios tecnológicos creados por personas como Bill Gates y Mark Zuckerberg siguen ejemplificando la innovación estadounidense.
Desafortunadamente, la descripción de Huang carece de una evaluación pormenorizada de la relación entre la búsqueda de renta y la creación de valor. Podría haber observado que la “calidad de elite” es muy superior que la de otros países con el mismo PIB per cápita. Por el contrario, es comparable con países de la Unión Europea con un PIB per cápita del triple del de China. La realidad es que una creación de valor sostenible apuntaló las tasas de crecimiento de dos dígitos de China durante décadas. De todos modos, como deja en claro Huang, la estrategia de desarrollo que impulsó el ascenso de China en las últimas décadas, en gran medida, ha alcanzado sus límites. Ahora, China debe aprovechar su potencial innovador y sus elites de alta calidad para estimular sus espíritus animales y fortalecer sus instituciones, persiguiendo, al mismo tiempo, una mayor liberalización. Lo que suceda a continuación se basará en el sistema de valores tradicionales único de China que, como destaca Huang, ha sustentado la prosperidad y la innovación en el pasado. Y reflejará la firmeza, no la rigidez, que reside en el corazón de la economía política de China.
El autor
Zhang Jun, decano de la Escuela de Economía de la Universidad Fudan, es director del Centro de China para Estudios Económicos, un grupo de expertos con sede en Shanghái.
El autor
Tomas Casas-Klett es un profesor visitante en la Universidad Fudan.
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