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Opinión

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La enseña nacional

La primera bandera fue un estandarte y su padre fue Miguel Hidalgo, el cura de Dolores.

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Muchas han sido las banderas de México. Y como todas nos han servido para enarbolar la causa, presentar a la patria como una sola —o en sus diversos pedazos— sentar un precedente, extirpar las vilezas del pasado y manifestar la esperanza de nuestro porvenir. Todas ellas tienen distintos padres y fechas de nacimiento, pero un acuerdo permanece: fue el 24 de febrero de 1821, cuando Agustín de Iturbide blandió la Bandera de las Tres Garantías, que nació la verdadera bandera mexicana. Sus tres colores tenían un significado específico: el verde, la esperanza del pueblo en el destino de su raza; el blanco, la pureza de los ideales del pueblo y el rojo, la sangre que derramaron los héroes por la patria. Pero no hay que olvidar que cuando Iturbide fue emperador, ordenó que la bandera nacional quedara en franjas verticales y en el siguiente orden: verde, blanco y rojo. El verde ocuparía el primer lugar en el lienzo; al centro, sobre el blanco, un águila coronada, sin culebra, nopal ni peña, pero con atributos de la casa real de España. Al final, delgado y discreto, debía ir colocado el color rojo. Por fortuna, tal ignominia fue prontamente corregida y durante el mandato del presidente Lázaro Cárdenas en 1940, se decretó que la fecha del 24 de febrero fuera oficial.

Sin embrago, la primera bandera fue un estandarte y su padre también Miguel Hidalgo. Él mismo lo confesó un poco antes de su reclusión. Cuenta la Historia que cuando los jueces le preguntaron qué arma o escudo llevaba al frente de su Ejército insurrecto, él contestó que a su paso por Atotonilco tomó la imagen de la Virgen de Guadalupe de un lienzo. Que después puso en manos de quien lo llevaría delante de la gente que lo acompañaba y que, por eso, todos los regimientos pasados y nuevos tomaron la imagen de la Virgen de Guadalupe como su arma más letal. El descontento no había sido gratuito. Tres siglos de centralismo, la noticia de la independencia de las colonias inglesas de Norteamérica, la increíble Revolución Francesa y las ideas libertarias que circulaban por el orbe entero fueron un factor que despertó los ánimos del cura de Dolores, quien decidió que el concepto de autonomía dejaba de ser una teoría inalcanzable para dar lugar a un anhelo. Después ya lo sabemos: juntas, conjuras y conspiraciones a donde acudieron los héroes que nos dieron patria.

La segunda bandera de Hidalgo fue un banderín. De lana y de colores rojo y negro, en la parte superior llevaba unas letras que decían “El doliente de Hidalgo”. Como escudo, llevaba una cruz negra en cuyo centro se encontraba una calavera. Detrás de ella dos canillas (huesitos) en forma de cruz, como las banderas de los piratas. Su vista fascinaba y espantaba porque la historia de tal lábaro es oscura y habla de traiciones y venganza. Muchos símbolos ocultos dicen que tenía: una corona imperial con el anagrama de la virgen María bordada con hilo blanco, también una inscripción que dice: “2a Ba”. Y las múltiples interpretaciones, pasando por masónicas, esotéricas y religiosas, fueron de boca en boca durante mucho tiempo. Pero la coincidencia triunfa: esta bandera significaba la guerra a muerte declarada por los dolientes de Hidalgo a sus asesinos. Así, la misión del “regimiento de la muerte del Doliente Hidalgo”, creado por José María Cos, era como el de cualquier otro regimiento insurgente: defendería la rebelión pero, sobre todo, vengaría la muerte de Miguel Hidalgo. En el reverso, sobre la cruz negra de tal bandera, puede verse un arco de guerra estilizado en forma horizontal y una flecha en vertical, colocada en posición de ser disparada. Algunos historiadores afirman que tal bandera fue capturada en Zitácuaro después de que Calleja venció a los insurgentes. Otros dicen que fue la declaración brutal de la intención que los insurgentes tenían contra los tiranos opresores. Y un juramento de revancha y desagravio por parte de los dolientes de Hidalgo, es decir, de los hijos y amigos del padre de la patria que se habían quedado huérfanos. Es por ello que ese glorioso estandarte se llama “El doliente de Hidalgo” (y puede usted verlo, si se atreve, en el Museo de Historia del Castillo de Chapultepec).

Para festejar el Día de la Bandera no es necesario recordar tanta desgracia histórica, pero resulta incluso divertido mirar cómo nuestra bandera ha cambiado y enarbola con perfección hasta el estado de ánimo nacional. Después de tanta pena y furia, la desgracia se atemperó y, ya en 1813, las fuerzas insurgentes, concretamente el Ejército comandado por Morelos, diseñaron otra insignia: una bandera de seda blanca, bordeada por una cenefa de cuadros azules y blancos, en cuyo centro se montó un águila posada sobre un nopal y que tenía bordada una leyenda en latín que rezaba: “Oculis et unguibus asque victrix” que significa “Con los ojos y las uñas, igualmente victoriosa”. Y podemos repasar las que vinieron: Iturbide con su bandera que mostraba el águila coronada al centro, sostenida sobre la pata izquierda y encima de un nopal o la del imperio de Maximiliano rediseñada ahora con otras proporciones y con cuatro águilas coronadas en cada una de las esquinas de la bandera, muy al estilo del escudo Imperial Francés, y que estuvo vigente hasta 1867, año del fusilamiento. También es divertido enterarse de que en la época de la Reforma, liberales y conservadores emplearon su propia bandera con la posición del águila mirando a la izquierda si eran liberales y a la derecha cuando eran conservadores y que una vez establecida la República, los juaristas emplearon la leyenda “República Mexicana” en la bandera y aquello estuvo en vigor hasta 1934.

Pero quizá la única memoria a revisar es melódica. Acuérdese. “Es mi bandera la enseña nacional”, dice la canción. Aquella que nos sabíamos todos y mal entonábamos siempre en la primaria. No teníamos idea de lo que decía, pero ponerle música a lo de los céfiros y los trinos era un maravilloso misterio que nadie nos había explicado, pero sonaba muy bien. Algunos, ya más entrados en una fastidiosa adolescencia, sospechábamos que no decía “enseña” —¿qué no se supone que tal palabra es un verbo?— que más bien la palabra era “insignia” y habíamos decidido renunciar al vocablo por dificultoso y para no hacernos bolas con los significados y la garganta. Lo de “muy adentro en el centro de mi veneración” lo cantábamos sin empacho a pesar de que en el original dice “muy adentro en el templo de mi veneración”. No estábamos para confundir al templo con la patria y no nos íbamos a arriesgar a ninguna discusión teológica.

Durante muchos años, cada Día de la Bandera, la famosa melodía (cuyo título oficial no se sabe pero responde al nombre de Toque de Bandera) estuvo presta para cantarse cada lunes. Y a nadie le ha preocupado ignorar la existencia de otro fantástico estribillo que dice: “Almo y sacro pendón que, en nuestro anhelo, como rayo de luz se eleva al cielo, inundando a través de su lienzo tricolor, inmortal nuestro ser de fervor y patrio ardor.” (Le apuesto, querido lector, que usted tampoco tenía ni idea).

Pero no sea agobie. Corregir siempre es posible y aunque la solución sea trabajosa, es mucho mejor saber de Historia y respetar debidamente a la bandera.

Hoy aprovechando que es lunes, puede ensayar. Todavía tiene tiempo, antes de que llegue el día, para aprenderse la canción completa.

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