Buscar
Opinión

Lectura 13:00 min

La pandemia actual en una dimensión histórica

Foto: Especial

Foto: Especial

El Covid-19 ha generado en la sociedad niveles inusitados de angustia y pesimismo, en mucho por las formas en que se ha difundido la información sobre el virus. Ciertamente se trata de una crisis de salud de alcance mundial que requiere de disciplina en la aplicación de planes de confinamiento —aunado al diseño de los mejores protocolos de atención médica oportuna—, lo que no justifica la difusión de mensajes desproporcionados, no pocas veces alarmistas.

Por otro lado, la información en torno a los avances médicos para conducir y acotar el desarrollo de la pandemia no ha tenido la mejor cobertura ni en los medios de comunicación diaria ni en los canales oficiales, que han reiterado el mensaje —consensuado en todo el orbe— basado en el aislamiento social y en la aceptación a veces tácita de que esto solo sirve para ralentizar los contagios y, por ende, evitar la saturación de los servicios hospitalarios. Al respecto se han multiplicado opiniones que han contribuido a incrementar la confusión y el malestar, puesto que ha llegado a afirmarse que, por no haber adquirido inmunidad, las personas que permanecen aisladas se contagiarán cuando concluya el periodo de cuarentena y se reanuden las actividades, lo que llevará sin remedio a un repunte de la epidemia.

Se ha definido a esta crisis como la peor calamidad sanitaria enfrentada por la humanidad en la historia reciente, promoviendo la idea de que la enfermedad nos halló sin conocimientos ni elementos necesarios para prevenir su infección y tratamiento; se trata, sin embargo, de falsos planteamientos a la luz de una somera revisión histórica del siglo xx.

La incertidumbre en cuanto al regreso a la normalidad es otro motivo de agobio para la población, y ello deriva de que no se ha dado prioridad al análisis matemático del proceso epidemiológico. Todas las epidemias son funciones exponenciales del tiempo; es decir, el número de contagios es una variable dependiente del tiempo transcurrido, en una relación siempre exponencial. Por ello, la gráfica de la epidemia siempre es una curva suave que asciende más rápido y más alto cada vez, hasta llegar a un punto máximo del que entonces declina, también exponencialmente, a niveles cercanos al cero, lo que representa el momento en el que ya no hay nuevos contagios. Por eso mismo, si se encuentra el funcionamiento particular de una epidemia, se puede predecir su momento de mayor contagio, el inicio de su fase de decremento exponencial y su fin.

Otro desacierto importante en este escenario ha sido el prescindir de realizar en forma rutinaria la detección de anticuerpos en la población. Se ha hecho hincapié en las pruebas de detección molecular para identificar a las personas infectadas. Este procedimiento se denomina reacción en cadena de la polimerasa con transcriptasa inversa (RT-PCR, por sus siglas en inglés). Evidentemente es una tecnología que requiere de equipo y reactivos especializados y de profesionales capacitados en las técnicas de biología molecular.

Existe otra aproximación más accesible para la detección de enfermedades infecciosas: la determinación de anticuerpos en el suero, que se ha utilizado desde hace mucho tiempo, incluso desde antes del advenimiento de los avances de la biología molecular. Toda persona con un sistema inmune funcional elabora anticuerpos específicos contra determinado agente infeccioso, sea a través del contagio o de la vacunación; de ahí que el serodiagnóstico pueda identificar a los individuos que han adquirido inmunidad. La detección de anticuerpos es mucho más barata y fácil de realizar que las pruebas de detección molecular o de aislamiento viral, por lo tanto, se puede hacer uso de ella en grandes segmentos de población, lo que epidemiológicamente reviste una enorme importancia, en el entendido de que una persona con anticuerpos puede dejar el confinamiento sin temor a contagiarse, pues tiene inmunidad, y cuando un segmento significativo de la población tiene anticuerpos puede concluirse que la epidemia decrece. Un programa de serodiagnóstico para detectar anticuerpos contra el Covid-19 sería una acción crucial en la evaluación epidemiológica certera y en el combate a la incertidumbre y el malestar en esta crisis, específicamente para un sector tan vulnerable como el cuerpo médico. Desde luego, es indispensable asegurar que doctores y enfermeras que estén en contacto directo con pacientes infectados tengan inmunidad contra el virus.

Hay evidencias históricas que ayudan a dimensionar más objetivamente esta pandemia, lejos de catastrofismos. Por una parte, el mundo ha enfrentado epidemias más letales; por otra, el Covid-19 provoca una enfermedad que poco difiere de las afecciones causadas por otros virus respiratorios y microorganismos ya estudiados extensamente, como el Mycoplasma preumoniae. De tal modo, sin menoscabar la gravedad de la actual crisis sanitaria y la pertinencia de las medidas de aislamiento, resulta importante informar sin obviar la experiencia de décadas anteriores. Aquí cabe evocar una pandemia que realmente tuvo una letalidad catastrófica y que fue causada por el virus de la influenza humana.

El virus de la influenza pandémica es un microorganismo ARN perteneciente a la familia de los ortomixovirus y al género influenza-virus; es decir, es parte de una familia diferente al coronavirus Covid-19. Desde hace más de un siglo ha sido el agente causal de epidemias cíclicas presentadas en intervalos de 10 a 15 años, a partir de la primera pandemia identificada que se denominó “influenza española de 1918”.

Los virus A de la influenza tienen la capacidad de la recombinación genética, que produce una variación mucho mayor que las mutaciones. El cerdo es el crisol en el que se llevan a cabo estas recombinaciones de genes de virus de origen humano, aviar y propiamente porcino. Así surgió el A-H1N1 que produjo la influenza de 1918 y que tuvo como foco inicial una granja porcina de Estados Unidos —es decir, la influenza española no brotó en España.

Una vez adaptado a los seres humanos, el virus pasó de Estados Unidos a nuestro país. Se piensa que llegó mediante una empresa naviera española —de allí el nombre de dicha influenza— que arribaba a diversos puertos del golfo de México, entre ellos Tampico y Veracruz. La mortalidad que produjo en México y el mundo fue devastadora.

En el contexto de la primera Guerra Mundial, las tropas estadunidenses llevaron la enfermedad a Europa. Se dice que las fuerzas de infantería alemanas perdieron su capacidad combativa porque sus soldados quedaron postrados por la influenza. Es una historia similar a la ocurrida en Tenochtitlán, cuando los aztecas perdieron a muchos guerreros a causa de la viruela, traída al Nuevo Continente por los conquistadores. La pandemia de influenza española de 1918 causó la muerte de 20 millones de personas, 100 veces más que la mortalidad hasta ahora registrada por el Covid-19, a lo que debe añadirse que la población humana es hoy mucho más elevada.

Comparativamente, no obstante la enorme difusión que tuvo en su momento, la pandemia de influenza 2009-2010 producida por el A-H1N1/2009 se calcula en más de 700 millones de contagios, con una mortalidad que se estimó menor al 7 por ciento. Una en 1918 y otra en 2009, la diferencia abismal que separa a las dos pandemias en cuanto a letalidad se explica en gran medida como resultado de cien años de investigación médica. Al día de hoy se cuenta con otros avances espectaculares en biología molecular y para la prevención de la influenza se elaboran vacunas que incluyen las variantes de los virus estacionales. También se han desarrollado medicamentos como el oseltamivir, un bloqueador de la neuraminidasa que disminuye la replicación del virus de la influenza, acelerando la recuperación de los pacientes.

En el siglo XX las naciones ricas mejoraron de manera notable las condiciones de vida de sus habitantes, lo que implicó producir vacunas que se aplicaron ampliamente para eliminar amenazas a la salud tan terribles como la poliomielitis. La producción de antibióticos redujo la incidencia de enfermedades infecciosas que causaban alta mortalidad, como era el caso de las infecciones puerperales y la neumonía por neumococos; sin embargo, estos avances no se reflejaron en los países en vías de desarrollo.

En 1990 Julia A. Walsh publicó en su estudio “Estimating the burden of illness in the tropics. Tropical and Geographical Medicine” (McGraw-Hill, 1990) cifras impactantes de los países tropicales pobres, donde las muertes por enfermedades infecciosas derivadas de condiciones de vida insalubres, desnutrición y falta de atención médica ascendían a 10 millones de personas al año: 50 veces más que la mortalidad reportada por el Covid-19. Aun así, esta tragedia pasó casi inadvertida para la prensa mundial, tanto entonces como hasta ahora: un problema sanitario cincuenta veces más letal que el Covid-19 que sigue teniendo una atención cincuenta veces menor. Evidentemente, las prioridades de la industria farmacéutica están enfocadas en la elaboración de productos de alta demanda y venta asegurada, y no a cubrir las necesidades de salud de países marginados que no pueden adquirir ni fármacos biológicos ni de nueva generación. Por ende, ubicándonos en un escenario como el que ahora atravesamos, es de capital importancia que los gobiernos exijan ante organismos internacionales garantizar el acceso a vacunas y medicamentos antivirales a todos los países, cuando aquellos existan y se aprueben científicamente, claro está. Valga decir que en este aspecto, en la crisis del Covid-19 la posición mexicana ha quedado asentada.

En cuanto al desconocimiento médico en el tratamiento del Covid-19 es oportuno citar un extenso artículo publicado en 1992 en la revista especializada “The Lancet”, referente a las perspectivas científicas del síndrome del estrés respiratorio del adulto (ARDS, por sus siglas en inglés). El ARDS se considera el resultado clínico y patológico del daño agudo a las paredes de los sacos alveolares de los pulmones, causado por diferentes agentes agresores, entre los que destacan los virus respiratorios (adenovirus, virus sincicial respiratorio, influenza A) y el microorganismo Mycoplasma pneumoniae, tomando en cuenta que el 60% de casos de ARDS se desencadenan por una neumonía previa, aunque existen otros causales como las endotoxinas bacterianas en las septicemias y también elementos no infecciosos como la aspiración accidental de contenido gástrico y la pancreatitis aguda. Estos agresores son capaces de dañar las células de la pared alveolar por medio de la cual se lleva a cabo el intercambio gaseoso; esta lesión activa mediadores químicos y células inflamatorias que destruyen las paredes alveolares.

Cuando el paciente presenta una aguda dificultad respiratoria y la radiografía pulmonar proyecta infiltrados bilaterales, clínicamente puede diagnosticarse daño severo en las paredes alveolares, por lo que el enfermo puede ser refractario a la terapia con oxígeno debido al grado de destrucción del tejido pulmonar; es por ello que el ARDS es frecuentemente fatal.

En el escenario de la actual pandemia considero que el virus Covid-19 debe ser agregado a la lista de posibles agentes causantes de ARDS, y esto es justamente lo que orientaría a recomendar enfáticamente la atención médica temprana y oportuna. De acuerdo con la experiencia previa con otros virus respiratorios, el Covid-19 se comporta de forma semejante. La mayor parte de contagiados presenta síntomas leves o moderados y una recuperación sin contratiempos, aunque en algunos casos desarrollará neumonía intersticial; son estos enfermos los que pueden evolucionar hacia ARDS y morir.

En dos publicaciones recientes se informa sobre un incremento significativo de la presencia del ARDS debido al Covid-19, lo que altamente sugiere que la mortalidad por el Covid-19 se debe al ARDS (véase referencias 1 y 2). De ahí que si el paciente muestra fiebre alta y dificultad respiratoria deba recibir atención médica inmediata para controlar la reacción inflamatoria de la neumonía antes de que existan daños pulmonares visibles en radiografías.

En el Instituto Nacional de Cardiología Ignacio Chávez se ha instaurado un tratamiento para los pacientes con el Covid-19 grave que incluye el uso de anticoagulantes con resultados alentadores. Esta terapia es un gran acierto porque el daño endotelial extenso que desencadena el ARDS induce a la coagulación intravascular diseminada y a la trombosis de vasos pulmonares y capilares alveolares, lo que desde luego es una complicación potencialmente letal. El Instituto de Cardiología es un buen modelo de integración de expertos para atender los casos graves del Covid-19: el neumólogo atiende los aspectos de ventilación y terapia para moderar la inflamación pulmonar, el infectólogo suministra los agentes antivirales y los antibióticos adecuados para combatir la neumonía, y el hematólogo realiza lo necesario para evitar las trombosis; el resultado es un mucho mejor pronóstico para el paciente.

En conclusión, lo que aquí he tratado de aportar es que existen evidencias suficientes, incluso históricas, para concluir que estamos ante una pandemia seria pero no incontrolable, y que para enfrentarla con el menor costo de sufrimiento humano se requiere de un alto sentido ético y de responsabilidad por parte del gobierno y de la sociedad, poniendo mucho más énfasis en los aspectos de salud que en las descalificaciones y señalamientos de ciertas responsabilidades. Los mensajes alarmistas que distorsionan la verdadera dimensión del problema, magnificándolo al nivel de una catástrofe de salud, son hasta ahora injustificados e inexactos; su reiteración ha sido muy dañina, porque desalienta el esfuerzo que se habrá de invertir en la recuperación de la normalidad.

Finalmente, es importante priorizar la información sobre la salud contenida en la literatura médica, socializando su conocimiento no para fomentar la automedicación sino para estimular la búsqueda oportuna de la atención especializada por parte de los pacientes, y a la vez promover en el cuerpo médico la actualización de sus conocimientos y su permanente capacitación. De este binomio depende la salvaguarda de la vida.

Referencias:

1: Guo et al., ‘The origin, transmission and clinical therapies on coronavirus disease’, “Military Medical Research”, núm. 7, 13 de marzo de 2020.

2: Solaimanzadeh, I., Azetazolamide, ‘Nifedipine and Phosphodiesterase Inhibitors in the treatment of coronavirus disease’, “Cureus", núm. 12, 20 de marzo de 2020.

* Leopoldo Paasch Martínez es médico veterinario zootecnista por la Universidad Nacional Autónoma de México y doctor en Filosofía en el área de Patología Comparada por la Universidad George Washington de Washington, D.C., Estados Unidos. Ha sido director de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, secretario administrativo y candidato a rector de la propia UNAM, donde es profesor titular “C” e imparte en licenciatura y posgrado las asignaturas Patología General, Patología Aviar y Enfermedades Metabólicas de las Aves. Sus áreas de especialización son patología aviar, patología comparada y políticas públicas pecuarias. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.

nlca@unam.mx

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Últimas noticias

Noticias Recomendadas

Suscríbete