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Opinión

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Las fiestas del fin de fiesta

Cuando pensaron en la gran fiesta ya estaba todo decidido. No sólo iba a tratar de bailes, discursos y desfiles. El Centenario de la Independencia Mexicana iba a conmemorar, no sólo el final de 300 años bajo el yugo español y a los héroes que nos habían dado patria. También, que el gobierno de Porfirio Díaz había logrado convertir a México en una nación importante, progresista y confiable. Y aquello no se iba a demostrar con puro baile y cochino. Políticos, intelectuales, lo más alto e ilustre de la sociedad, desde mucho tiempo antes de llegar la fecha señalada, ya tenían planes y la agenda comprometida.  Tampoco había que olvidar a los caídos, Justo Sierra lo había dicho: la celebración debería recordar “el sufrimiento por la sangre derramada que le dio a la nación su libertad” y el compromiso, era realizar “unos festejos que, más allá de la fiesta, implicaran la memoria lúcida de la Patria”.

Fue con harta anticipación, en la primavera de 1907, cuando se formó la Comisión encargada de los festejos del Centenario, que no se iban a celebrarse a finales de mes —aunque el almanaque histórico de la patria indicara que la consumación de la Independencia había sido el 27 de septiembre de 1821— sino durante todo el año de 1910, con acento en el día 15. Y antes de que se pregunte por qué no festejamos la Independencia en ese día, lector querido, entérese que mucha de la culpa —además de la ignorancia, la resaca y cierta confusión— es por la dificultad de separar tamaño acontecimiento nacional de la equívoca figura de un sólo hombre: Agustín Cosme Damián de Iturbide y Aramburu, el general Iturbide, que, a la cabeza del Ejército Trigarante había entrado tal día a la Ciudad de México.

Iturbide, al principio, había sido ilustrado criollo y favorito de Calleja —nuestro archienemigo—; enseguida un cruel estratega militar del ejército realista. Después general insurgente, luego, amigo de la causa libertaria; más tarde, el luminoso pensador que diseñó el Plan de Iguala; a continuación, y con insoportable brillantez, heroica figura que consumaría nuestra Independencia, tras haber abrazado en Acatempan, los ideales de Vicente Guerrero. Sin embargo, al final, se nombraría a sí mismo emperador, exigiría que lo llamaran Agustín I y absoluto respeto a su corona. No supo que, después, sería nombrado para siempre “uno de los peores traidores de la patria”, moriría fusilado y no existiría una sola calle, en toda la nación, que se llamara Iturbide.

Los personajes más notables de la organización de los festejos fueron Justo Sierra y Vicente Riva Palacio, quienes se encargarían de transmitir los muy claros lineamientos del presidente Porfirio  Díaz:  “El primer centenario debe denotar el mayor avance del país con la realización de obras de positiva utilidad pública”, y no lo dijo tan claramente, pero la intención también era mostrar la mejor cara posible a la comunidad mundial, ofrecer garantías y privilegios a los inversionistas extranjeros”.

Una de sus primeras medidas festivas fue lanzar a la circulación los “nuevos pesos mexicanos,” moneda que en el anverso tenía el águila liberal y en el reverso la efigie de la Patria sobre un caballo. En el canto de la moneda estaban grabadas las palabras “Independencia y libertad”. Aquella fue la primera imagen del imaginario político y social del Año del Centenario. Cada vez que había oportunidad, el presidente Díaz declaraba que era indispensable trabajar sin descanso y lograr que, en todo el país se reflejaran obras de su mandato que habían contribuido al progreso de la nación. Los mejores ejemplos de ello, decía, eran la exportación petrolera, la minería, los ferrocarriles y sus obras públicas de importancia.

Aquel último punto había sido cumplido a cabalidad: se crearon instituciones como la Escuela Nacional de Arqueología y Antropología, el Servicio Sismológico Nacional y la Escuela Normal para Profesores, pero también el manicomio de La Castañeda; el nuevo lago de Chapultepec como espacio público, también fue reinaugurada la Universidad Nacional de México y abierto el Palacio de Bellas Artes. Los héroes nacionales tuvieron excelsos monumentos: la columna de la Independencia, con su victoria alada (el Ángel), que se convertiría en emblema de la nación moderna e independiente, con los caudillos esculpidos en su base con las figuras de Miguel Hidalgo, José María Morelos, Vicente Guerrero, Francisco Javier Mina y Nicolás Bravo, en un “justo homenaje de la patria a sus espíritus heroicos.” Hasta el Hemiciclo a Juárez fue inaugurado en aquellas fiestas para reconocer la deuda de la República con el impulsor de las Leyes de Reforma.

La sociedad porfiriana se sumó completa y feliz, tanto a los festejos institucionales como a los más frívolos. Hubo más de 20 banquetes y saraos tanto en Palacio Nacional como en el Alcázar del Castillo de Chapultepec. Se pronunciaron discursos muy sentidos y patrióticos, pero, otra parte de los mexicanos protestó y compuso burlas y arengas aterradoras en contra del gobierno. La fiesta estaba a punto de terminar  y no hubo quien dijera  lo que los sabios saben: que la ambición fabrica enemigos y que cuando denostamos el honor…  no debemos sorprendernos de encontrar traidores sentados junto a nosotros.

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