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Opinión

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Monstruosidades

La difusión del caso de una pareja detenida cuando transportaba restos humanos en Ecatepec, a la que se atribuyeron primero 10 y luego 20 o más asesinatos de mujeres jóvenes, se ha caracterizado por el amarillismo y la falta de cuestionamiento de la versión oficial. Incluso periodistas y medios “serios” reprodujeron la supuesta confesión del presunto asesino serial con detalles espeluznantes. La frialdad, el cinismo extremo que este relato expresa corresponde y apela a la concepción común de lo monstruoso.

Un monstruo es “un ser fantástico que causa espanto” o un “ser que presenta anomalías o desviaciones notables respecto a su especie” (RAE). En la literatura abundan seres monstruosos que asustan y algunos monstruos buenos. Monstruos o seres de la noche (vampiros, brujas) condensan muchas veces los miedos sociales o las zonas obscuras del ser humano de las que no puede hablarse libremente en un contexto dado (la sexualidad, las “perversiones”, el deseo del mal); representan también al “otro”, aquel a quien consideramos extraño, ajeno, en quien depositamos temores y ansiedades.

Caracterizar como “monstruo” a otra persona puede denotar la constatación de que la consideramos ajena a la comunidad: su conducta infringe normas sociales o culturales que, consideramos, nos hacen humanos o “civilizados”. Puede expresar también el deseo de creer que ese “otro” pertenece al margen, que el mal que encarna no corresponde a lo “normal”, posible, aceptable, en nuestra sociedad.

La asociación de asesinos seriales o de caníbales con la monstruosidad expresa, por un lado, el reconocimiento de la violencia extrema, ajena a la norma social y jurídica; por otro, la afirmación de que esos seres, no sólo sus conductas, son inaceptables, ajenos a nosotros, a la comunidad a la que pertenecemos.

Así se han caracterizado, en Alemania o Estados Unidos por ejemplo, otros casos de hombres que matan a mujeres con gran crueldad, que encierran a su familia en un sótano y violan a esposa e hijas, o que matan y comen a sus víctimas. Se trata sin duda de conductas extremas, que merecen rechazo y condena, que rompen la “normalidad” que queremos “civilizada” y que requieren de una explicación psicosocial.

Considerar intolerables la misoginia extrema, el asesinato en serie y la crueldad en todas sus formas, contra hombres o mujeres, muestra que no hemos normalizado la violencia al grado de no distinguir entre lo “común” y lo excepcional. Sin embargo, en el caso de Ecatepec, la creación del “monstruo” por las propias autoridades mediante la filtración de su “confesión”, reproducida en medios y redes sociales, nos habla de otro tipo de conducta digna de rechazo: la minimización del feminicidio “común”, la sistemática violación del debido proceso, la revictimización de las familias de las víctimas, y la equiparación de la confesión con prueba suficiente.

Puede resultar que en efecto nos encontremos ante un caso extremo de violencia misógina. Existen sociópatas y existe la voluntad del mal. Sin embargo, en el contexto de violencia e impunidad sistémicas del Estado de México y Ecatepec, el municipio más peligroso para las mujeres según el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio, este caso puede estar develando, de ser cierta la confesión o su meollo, una normalización alarmante de la violencia extrema o la conjunción de factores sociales que permiten la puesta en acto de la “maldad”.

En un país donde se fabrican culpables o se atribuyen decenas de crímenes al supuesto perpetrador de uno (como fuera el caso de Sharif Sharif en Ciudad Juárez), hay que contextualizar y cuestionar la versión oficial, preguntarse por su finalidad. Atribuir decenas de feminicidios a un asesino serial de crueldad excepcional omite y pretende borrar la larga acumulación de crímenes misóginos en Ecatepec, la violencia generalizada, y la responsabilidad de autoridades omisas y negligentes cuya obligación es investigar, sancionar y también prevenir.

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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