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Opinión

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¿Por qué así, porque no de otro modo?

La propuesta de reforma judicial aprobada por la Cámara de Diputados en lo general ha puesto en el centro problemas de fondo que nos invitan a hacer reflexiones más profundas, que no pueden dirimirse en acusaciones entre quien está a favor o en contra, que solo abonan a la polarización y las descalificaciones. En este sentido, proponer un diálogo abierto y trasparente en materia constitucional abonaría mucho al diálogo y reflexión, donde los argumentos expuestos puedan ser debidamente analizados y puestos en su justa dimensión. 

La propuesta de reforma así presentada, donde el énfasis de mayor preocupación recae en la elección popular de jueces y ministros -aproximadamente 2000 mil personas, donde las candidaturas serían propuestas por los tres poderes y donde la presidencia de la Suprema Corte se renueve cada dos años en función de la votación que se obtenga-, abonaría a fomentar incertidumbre en garantías para dirimir controversias, peligro en la independencia del ejercicio judicial, riesgo de infiltración de agentes con intereses ajenos al ejercicio de la impartición de justicia, y a su vez, promovería desconfianza a los sectores económicos y a la inversión extranjera- que ya ocurre-, de la mano de una concentración del poder en manos del ejecutivo, que no es saludable para nadie. 

Por otra parte, promover la elección popular de las autoridades judiciales, que no pueden garantizar una carrera profesional y experiencia, supondría riesgos que pudieran comprometer nuestros derechos humanos, seguridad e integridad, de la mano de una falta de conocimiento que no podrá garantizar nuestros derechos con apego a la ley, ya que para esto se requiere, profesionalismo y conocimiento de la vida judicial, donde la agenda política no debería ni tendría por qué intervenir.

Nadie niega que la reforma es necesaria, pero siempre a partir de un diagnóstico claro, transparente y profesional que pueda especificar las áreas de oportunidad para mejorar el ejercicio legal, procurando ante todo el cuidado de la autonomía, independencia y los equilibrios entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Decir lo contrario sería un grave error que atenta contra la democracia, que nada tiene que ver con el apoyo de las mayorías que votaron por el partido en el poder, sino por el ejercicio libre que permite que existan contrapesos y equilibrios, frente a un estado que puede consumirse así mismo por sus excesos, interviniendo e incapacitando a sus propias instituciones e imponiendo agendas políticas, que puedan consolidar infraestructuras que determinen las formas de llevar a cabo el ejercicio e impartición de la justicia, controlándola para fines ajenos a su naturaleza y no garantizando el principio de imparcialidad. Así, también valdría la pena reconsiderar que los verdaderos problemas están en la dimensión de lo local, en el fortalecimiento de las fiscalías, en la profesionalización de capacidades de investigación, y en su sistema operativo, que lleva el mayor peso de los procesos en el país.

Nadie discute la necesidad de combatir la corrupción en las instituciones, pero tampoco se trata de estar en contra de los presupuestos que nos han permitido construir instituciones con autonomía e independencia que siempre pueden perfeccionarse, pero no destruirse. Imponer una intervención sobre la división de poderes en nuestro país, tendría graves consecuencias, tanto en el terreno de la impartición de justicia con todas sus complejidades, en materia de inversión y desarrollo económico y en nuestro derecho a recibir una justicia profesional, imparcial y expedita… ¿Será que en la cámara alta entiendan un poco más la dimensión y gravedad del problema? Se trata de construir, pero ¿por qué destruir?

 

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