Buscar
Opinión

Lectura 5:00 min

Enigmas y maravillas para un cumpleaños


Foto: Especial

Foto: Especial

«Un nudo», dijo Alicia. «¡Oh, ayúdame a desatarlo!»

Lewis Carroll, famoso por haber escrito Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, no se llamaba Lewis Carroll, sino Charles Lutwidge Dodgson y nació en el poblado de Daresbury, en la región de Lancashire, Inglaterra, el 27 de enero, justo un día como hoy, lector querido, pero del año 1832. Fue el primogénito de una familia compuesta por cuatro varones y siete niñas, todos zurdos, y ligeramente tartamudos. El padre de tan nutrida prole era el vicario del lugar y la infancia del futuro Carroll fue sosegada, quizá algo aburrida pero razonablemente feliz. Aunque tal vez no tanto: cuentan sus biógrafos que era de una timidez exasperante, tenía sordera en el oído derecho y que su tartamudez lo hacía sufrir lo indecible. Sin embargo se las arregló bien: su destreza con la palabra escrita consoló sus tropiezos con la palabra hablada y su extraordinaria timidez logró convertir su círculo social en profundas amistades con niños y niñas con los que se entendía perfectamente y escuchaban, felices, sus relatos.

A los 18 años, Carroll ingresó en la Universidad de Oxford, en la que se quedó 50 años, es decir todo lo que le quedaba de vida. Fue ahí donde obtuvo el grado de bachiller y se recibió de maestro. Parece increíble para un literato, pero la diversión favorita de Carroll no eran las letras sino las Matemáticas. Gracias a ello entretuvo sus noches sin dormir, ocupando su crónica vigilia en los números y sus complicaciones, dejando que arduos problemas dieran vueltas en su cabeza hasta que amanecía hasta lograr descifrarlos. Tal era su pasión que en sus desvelos escribió libros mucho sobre la materia, desde Euclides y sus modernos rivales hasta Fantademagoria, un tratado de cómo comportarse con un fantasma, con puntuales consejos para tratarlo del estilo del siguiente: “Ningún fantasma con sentido común, empieza una conversación” y prevenciones útiles para los dueños de los inmuebles encantados: “Las casas están clasificadas, tengo el honor de decirle, según el número de fantasmas que albergan. El inquilino apenas cuenta como carga, junto con el carbón y otros trastos.”

Del millar y medio de páginas que ocupan las obras completas de Lewis Carroll, aparecieron otros libros. Uno de ellos Matemática demente una selección que, según su compilador, Leopoldo María Panero, se compone de sus historias humorísticas y es una excelente muestra de los divertimentos lógicos de Carroll bajo las más variadas formas: desde relatos (alguno de terror) hasta diálogos dramatizados, pasando por hojas de instrucciones, enigmas, poemas o cartas. “Textos que plantean una o más cuestiones matemáticas —de aritmética, álgebra o geometría, según el caso— para el entretenimiento y posible edificación, de los lectores”. En todos ellos se nos descubre lo que hay de cómico —y de subversivo— en cuanto aplicamos la lógica más implacable a algunos problemas aparentemente absurdos: siempre queda vencido nuestro sentido común”.

Seguro ya está pensando usted en el Sombrerero Loco, lector querido o en el Conejo que, mirando su reloj, cree que todo el tiempo está llegando tarde y es perseguido por Alicia. Como suele suceder, toda aquella ficción representaba una realidad que era tan irreal (y verdadera) como los números, elementos que Carroll anudó y desanudó a base de palabras y operaciones matemáticas antes y después de Alicia. Sirva como ejemplo su Enigma de los dos relojes:

“¿Qué es mejor, un reloj que da la hora exacta una vez por año, o un reloj que es puntual dos veces al día? «Este último —contestarás— incuestionablemente.» Muy bien, ahora atiende. Supongamos que tengo dos relojes: uno no funciona en lo absoluto, y el otro se retrasa un minuto al día: ¿cuál preferirías? «El que se retrasa», replicarías sin ninguna duda. Ahora observa: el que se retrasa un minuto al día tiene que emplear doce horas, o 720 minutos hasta que de nuevo señale la hora correcta; por consiguiente, es puntual una vez cada dos años, mientras que el otro es puntual evidentemente siempre que sea la hora por él indicada, lo que ocurre dos veces por día. De manera que ya te has contradicho una vez. «Ah, pero, —dirás— ¿de qué me sirve que sea puntual dos veces al día, si no puedo saber cuándo lo es?» Bueno, supongamos que el reloj marca las ocho en punto, ¿no comprendes que el reloj será puntual siempre a las ocho en punto?”

Carroll emprendió un camino que muchos de sus contemporáneos creyeron iba directamente hacia el absurdo. Durante mucho tiempo sus detractores dijeron que su obra tendía más hacia la caricatura que al retrato, siempre colocada detrás del espejo y nunca frente a su reflejo. Un círculo vicioso, llegaron a decir, sin referirse siquiera a que su vida comenzó y terminó en un mes de enero. Apostaron que nunca llegaría nada, sin enterarse que alcanzaría la mejor parte. Para empezar, la inmortalidad literaria y para seguir un domicilio eterno en un país repleto de maravillas.

Temas relacionados

Únete infórmate descubre

Suscríbete a nuestros
Newsletters

Ve a nuestros Newslettersregístrate aquí

Últimas noticias

Noticias Recomendadas

Suscríbete