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El cambio climático en el medievo: así afectó la Pequeña Edad de Hielo a algunas poblaciones

Detalle de Paisaje de invierno con la Adoración de los pastores (Francisco Collantes, 1630 – 1650). Foto: Museo del Prado

Detalle de Paisaje de invierno con la Adoración de los pastores (Francisco Collantes, 1630 – 1650). Foto: Museo del Prado

La Pequeña Edad de Hielo fue un periodo de fluctuación e inestabilidad climática que comenzó en la Edad Media. Conocer el impacto y los efectos que produjo ayuda a abordar el reto ambiental en el que estamos inmersos seis siglos después.

El día en que comenzaron las lluvias

Situémonos en algún momento de la Baja Edad Media (siglos XIV-XV), en un valle de media montaña de la Cordillera Cantábrica. Concretamente en una pequeña aldea llamada San Romano, a la orilla del río Trubia (afluente del Nalón), en Asturias, donde sus vecinos y vecinas realizan como cada día labores cotidianas: trabajan la huerta, siegan hierba en el campo, cuidan el ganado, aprovechan los recursos que les proporciona su territorio para subsistir y disfrutan de la vida lo que pueden, como en cualquier otra época de la historia. Hasta aquí todo normal y dentro de su rutina.

Pero ese día empezó a llover. Mucho. Tanto que, como veremos más adelante, las consecuencias fueron realmente severas. Era una lluvia densa y pesada: los ancianos decían que antes las nubes no descargaban de ese modo. Como también decían que los veranos eran más secos, la tierra no estaba tan húmeda en invierno (lo que hacía que a veces la cosecha de escanda se pudriese), ni nevaba con tanta frecuencia. Aunque nadie les hacía demasiado caso, empezaban a darse cuenta de que algo en el clima no iba bien, estaba cambiando. No tenían una palabra para definirlo, pero aquellos síntomas significaban el comienzo de lo que hoy llamamos la Pequeña Edad de Hielo (ss. XIV-XIX), un período en el que las temperaturas del hemisferio norte fueron entre -0,3 y -0,8 °C más bajas que la media de finales del siglo XX.

La migración de los inuits y la alarma en Groenladia

Como toda fluctuación climática, no se manifestó igual en cada una de las regiones del mundo. En aquellas centurias, muy lejos de San Romano, el último obispo de Garðar, en Groenlandia, se embarcaba en dirección a Noruega con lo poco que quedaba de la población nórdica que había vivido en el sur de la isla durante cuatro siglos. Los inviernos eran cada vez más fríos e insoportables, los animales domésticos resistían peor y era más difícil sacar adelante los pocos cultivos que germinaban en aquellas latitudes.

Los cazadores de focas Inuit llegaban con más frecuencia del norte y se habían vuelto más agresivos. Allí el cambio era más extremo y evidente. Pero mucho más al sur también se notaba: el río Támesis, en Londres, empezaba a congelarse con frecuencia cada invierno. Todos ellos eran síntomas diferentes de un cambio globalmente perceptible. La documentación escrita de la época lo refleja, aunque, con algunas excepciones puntuales, las referencias son bastante parciales y fragmentadas.

La huella de la glaciación

Por fortuna para la investigación esta fluctuación también ha quedado registrada en los testigos sedimentarios marinos, lacustres y kársticos, así como en los anillos de crecimiento de los árboles. Su recuperación y análisis nos ofrece una valiosa perspectiva para la compresión del clima pasado. En concreto, para la Península Ibérica tenemos al menos veintiún estudios que cubren los últimos dos mil años, con un importante grado de detalle. En casi todos ellos vemos que, efectivamente, entre los siglos XIII y XIV algo pasó con el clima: menguan las temperaturas, crecen los glaciares de montaña y aumentan las precipitaciones.

En ese período se abrió un ciclo de mayor inestabilidad climática, aunque con una considerable variación según regiones. En particular, en la zona atlántica, sabemos que los cambios en la Corriente del Golfo al inicio de este período produjeron patrones irregulares de precipitaciones, tanto estacionales como anuales.

Estos registros ambientales dan pistas de lo que pudo suceder, pero, a pesar de su interés, no explican el impacto que todo esto tuvo en una escala más local. ¿Cómo lo experimentó la gente?, ¿en qué medida se vio afectada cada ecorregión?

Necesitamos apoyarnos en otras ciencias y disciplinas y manejar un marco de investigación que nos permita movernos entre diferentes escalas de análisis para poder entender el impacto social de la Pequeña Edad de Hielo. Ese marco, mediante el que estudiamos la relación de los seres humanos con su medio ambiente a lo largo del tiempo, es lo que llamamos ecología histórica. Y dentro de este programa de investigación, la historia ambiental y la arqueología son las disciplinas que nos han permitido desvelar estos impactos, poner rostro humano a fenómenos estructurales y de larga duración.

La ola de barro que destruyó casas y acabó con las huertas

Aquel día de la Baja Edad Media en el que tanto llovió, como no lo había hecho nunca (no al menos en las corta experiencia vital de las personas que habitaban el pueblo), la intensidad del aguacero provocó que en unas pocas horas el pequeño arroyo de San Romano (que prácticamente desaparecía durante el estiaje veraniego y atravesaba por su mitad a la aldea) creciese de forma repentina y endemoniada. Apenas dio tiempo a que algunos se percatasen de lo que sucedía cuando una especie de ola compuesta de fango, rocas, ramas y agua arrasó todo lo que encontró a su paso. Es lo que hoy día los hidrólogos denominan flash flood o inundación repentina. La velocidad alcanzada por el torrente fue de 3,5 m/s, produciendo una fuerza que no resistirían algunas construcciones actuales.

Es fácil imaginar el estrago que ocasionó a las modestas casas y establos, en su mayoría de madera, de la época. Así lo verificamos en nuestras excavaciones arqueológicas. Intervenimos el cono de derrubios formado por el torrente en varios lugares, donde documentamos el material sedimentario y geológico entremezclado con los restos de la aldea (tejas, mampuestos, instrumentos, etc.), los canales de inundación atravesando las viviendas, y toda una serie de indicadores muy claros de actividad hidrológica de tipo torrencial. En unos pocos minutos la aldea quedó prácticamente arrasada y, lo que es peor, sus huertas, el principal sustento de aquellas personas, quedaron complemente cubiertas con una capa espesa de sedimento estéril.

El daño económico era irreparable. Para muchas personas y animales podemos suponer un trágico final: el suceso, sin duda, les habría cogido desprevenidas, sin darles tiempo a huir.

Hoy día las flash flood siguen siendo una de las catástrofes naturales que más víctimas causan en el mundo. Quienes sobrevivieron entonces se quedaron sin vivienda, ganado y campos que cultivar, y esto en la Edad Media significaba quedarse sin nada. A finales del siglo XIV registramos en la documentación un cambio de denominación en la aldea, apareciendo una “villa nueva” en la otra orilla del río Trubia. Relacionamos la destrucción de la villa “vieja” con la fundación de este asentamiento.

El ser humano es más vulnerable cuando sufre

Bien es sabido que nunca llueve a gusto de todos, y de toda catástrofe natural hay quien puede sacar beneficio. Este tipo de episodios traumáticos hacen que las personas sean más sensibles a aceptar cambios en las normas, la reglamentación de los espacios o las estructuras de la propiedad. Es lo que Naomi Klein denomina la Doctrina del Shock: el ser humano es más vulnerable y dócil cuando sufre.

Todo aquel espacio que quedó afectado por la inundación se transformó en un baldío, es decir, un terreno en principio estéril, lo que cambió su uso, reglamentación y titularidad.

Este tipo de suelos fue objeto de especulación por parte de los grandes propietarios, especialmente a partir del siglo XVI, cuando la Corona encontró una lucrativa fuente de financiación mediante su venta.

No sabemos lo que ocurrió con exactitud en San Romano, pero, casualmente, en el siglo XVIII una familia noble local construyó su casa palacio solariega justo encima de los derrubios del torrente, cercando además todo el espacio que fue afectado por el cono de deyección.

¿Por qué iba a instalarse la nobleza en los terrenos más improductivos de la aldea? Vistos todos estos procesos en conjunto, y con la perspectiva que nos permite la ecología histórica, empezamos a entender cómo se relacionan: la construcción de las arquitecturas nobles representan el final de todo este ciclo de apropiación, que se origina con un “shock”, con una catástrofe natural.

Hoy día, en regiones remotas para nosotros de África o América, suceden cosas no demasiado diferentes a las narradas aquí. Todo ello nos recuerda que las crisis climáticas pueden ser una enorme fuente de injusticias, y la Historia una herramienta muy útil si realmente queremos aprender de esa colección de experiencias pasadas para encontrar recetas más justas que nos permitan abordar el incierto futuro que nos espera, cargado de retos, y entre ellos uno decisivo, el ambiental. The Conversation

Jesús Fernández Fernández, Investigador Ramón y Cajal. Historia Medieval. Humanidades Ambientales, Universidad de Oviedo

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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