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Capital Humano

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“Yo sólo me quiero ir”: Crónica del rescate de una trabajadora del hogar

El Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar ha identificado al menos 17 formas de violencia en contra de este grupo de trabajadoras, a quienes asesora para la defensa de sus derechos humanos y laborales.

Foto: Archivo

Sesenta años de vida dedicados a tres generaciones de una familia caben en una maleta de lona raída y descolorida. “Cata, esa maleta es mía, dámela. De aquí no te llevas nada”. Cabrían, pero en esa casa nada le pertenecía, ni sus años, ni sus deseos ni una bolsa vieja. Catarina Acosta, trabajadora del hogar, 80 años, originaria de San Luis Potosí, dice que su patrona no la dejaba irse y que le debe el sueldo de tres meses, la patrona afirma que la señora tiene demencia senil: la mujer policía llena su informe.

Ya anocheció y el silencio de la calle Castaños es interrumpido por suspiros de alivio y un poco de llanto. Marcelina Bautista Bautista, directora y fundadora del Centro de Apoyo Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH), le explica a Catarina Acosta que pelearán para que la indemnicen por los 60 años de trabajo para esa familia. Según el cálculo de la activista, le corresponderían más de 269,000 pesos. Pero ahora, a disfrutar su libertad, le dice. 

Hace unos días, Marcelina Bautista, una de las principales defensoras por los derechos de las trabajadoras del hogar en México, recibió una denuncia de una compañera. Angelina Hernández le dijo que a su tía, Catarina Acosta, no la dejaban salir de la casa donde laboraba y dificultaban la comunicación con ella. El celular de la trabajadora del hogar mandaba siempre a buzón y cuando le marcaba a la empleadora o no respondía o evitaba que se pusieran en contacto. “Mi tía ya es mayor de edad y estoy muy preocupada por ella”, le advirtió.

“Muy bien, haremos esto”, le dijo Marcelina Bautista, luego de oír la historia. No fue fácil llegar a esa casa, ubicada en un residencial sobre una de las colinas de Naucalpan, Estado de México. No hay transporte público, sólo se accede en auto particular, algo de lo que seguramente carecen las trabajadoras del hogar que laboran en esas casas, en las que desde el silencio de fuera es difícil imaginar que albergan risas, convivencia o maltratos.

Frente a la puerta, una de ellas tocó el timbre. La empleadora salió al patio y reconoció a Angelina. Cuando Catarina Acosta llegó a esa familia, aquella mujer que se asomaba a entre las rejas de la casa tenía tres años. Preguntó a qué venía, mirando a Marcelina Bautista de arriba a abajo. Volvió la mirada a Angelina como si Marcelina no existiera y le dijo que esperara en la calle, seguro había llegado en transporte público y ahí hay muchos contagios de covid-19, así que si quería visitar a su tía sería en la banqueta. No lo sabía, pero iban por Catarina.

Desde Coxcatlán a Naucalpan

“¡Fui una bruta, fui una bruta! ¿Por qué me dejé?”. Catarina Acosta, la víctima, se reprocha a sí misma por lo que le han hecho. “No me agradecen que estoy aquí, se portan muy mal conmigo. La señora me pegaba y ese su hijo, el altote, también me dio un manazo un día. Me aguanté y no acusé”, me dice y echa a llorar. 

Tenía 19 años cuando una amiga le dijo que había trabajo en México, como se le llama a la capital del país desde muchos estados. El empleo era en una casa; no era novedad, para muchas mujeres indígenas como ella ésa la única opción. Y el reclutamiento todavía suele ser como en 1961, cuando Catarina Acosta fue enganchada, las personas empleadoras le piden a una trabajadora que consiga a otra muchacha de su pueblo.

Desde entonces dejó la comunidad nahua de San Andrés, en el municipio de Coxcatlán, en la Huasteca potosina. “Es un lugar muy bonito”, recuerda. Con su amiga, empezó a trabajar con aquel matrimonio que tenía un bebé de unos meses y una niña de tres años. El maltrato verbal era constante, así que su compañera se fue pronto y se quedó sola, a cargo de todo el trabajo. “Ella ya está en su casa, se fue para siempre”.

En un tiempo ya eran seis niños y niñas a quienes tenía que cuidar, además del señor y la señora y toda la casa. “No había pañales desechables, todos los lavaba yo a mano y los planchaba. También la otra ropa, las pijamas, todo. Llevaba a los niños a la escuela, limpiaba, cocinaba. Nunca paraba, terminaba a las 11,12 de la noche. A los seis hijos yo los cuide y ahora me sacan de esa forma”. A últimas, le ha tocado cuidar también a los nietos de ese primer matrimonio que la contrató.

Las palabras de Catarina Acosta tienen esa silueta que sólo forma otro idioma natal. “Mi lengua es el náhuatl, pero no me dejaban hablarlo”. Su juventud, su poco dominio del español, su situación económica precaria, siglos de opresión indígena, su condición de migrante, de mujer, todo estaba puesto en la mesa para que fuera fácilmente violentada.

“Un día me pegó la señora con una manguera y otra vez, con una escoba”, lo dice llorando. Lo cuenta con las palmas de las manos extendidas, como si así el tono bajo de su voz se convirtiera en un grito. “4,000 pesos me pagaban”, al mes. “Me quedé soltera, no me dejaban ir a nigún lado”.

Las denuncias en CACEH

Un día antes del rescate, Angelina Hernández pudo hablar con su tía. “Arregla tus cosas, que mañana vamos por ti”. Cuando ella y Marcelina Bautista llegaron, la trabajadora del hogar estaba nerviosa e indecisa. Romper seis décadas de relación no es fácil, desde los 19 años no vivía en otro lugar que no fueran las casas a las que se mudaba esa familia, su proyecto de vida era el de esas personas. Cuando vio a su sobrina del otro lado de la reja le dijo titubeante: “es que no he arreglado todas mis cosas. Pero sí me quiero ir. Es que no sé cómo me voy, ¿me ayudas?”.

Marcelina Bautista le instruyó: “nosotras la vamos a apoyar para que se salga. Dígale a la señora: ‘me quiero ir, vienen por mí’. Dígale que ya le hicimos su cálculo y le tienen que dar una indemnización de esta cantidad por todos los años que usted laboró aquí”.

Catarina Acosta le había dicho muchas otras veces a sus empleadores que ya quería irse a su pueblo. A los 80 años de edad el trabajo y los maltratos pesan más. Es complicado actuar en estas situaciones, a veces las trabajadoras, en el momento decisivo, no se atreven a irse, explica la fundadora de CACEH.

“En los hechos, las tienen privadas de su libertad, lo cual es un delito” que puede rayar en la trata de personas con fines de explotación laboral. Al vivir en un domicilio particular, si la empleada dice que quiere quedarse, las autoridades no pueden entrar, explica. “Pero lo hacen porque son presionadas o amenazadas”. Porque empezar una nueva vida quizá ilusiona, pero también asusta. Sin dinero, pues sus salarios son bajos, sin ahorros, sin una red de apoyo, el mundo afuera puede dar miedo.

Y en el caso de Catarina Acosta fueron décadas de aislamiento. "Yo la podía ver los domingos, que era su día de descanso, pero siempre andaba corriendo, nomás nos veíamos un ratito porque se tenía que regresar con la patrona", cuenta su sobrina Angelina Hernández. En realidad ella ha sido la única persona de la familia que la sigue buscando.

Marcelina Bautista también fue trabajadora del hogar y padeció muchas de esas violencias. Pero en el 2000 fundó CACEH, hacía años que ya había comenzado su lucha por las trabajadoras del hogar y en ese centro materializó otras ideas que tenía para su gremio. Una de las principales actividades que realizan es proporcionarles capacitación para que conozcan sus derechos humanos y laborales.

Desde ahí ha impulsado el liderazgo de otras mujeres. Un fruto de esa labor es la conformación del Sindicato Nacional de Trabajadores y Trabajadoras del Hogar (Sinactraho). También una reforma a la Ley Federal del Trabajo para reconocer sus derechos y la creación de políticas públicas como el programa piloto de afiliación al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS).

Es común que reciban quejas sobre despidos injustificados o falta de pagos, las cuales aumentaron en la pandemia de covid-19. En julio de 2020, la tasa de desempleo para este sector llegó a 30%, mientras que la de desocupación nacional fue de 13%, según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi)

Pero las denuncias que les llegan también son sobre fallecimientos y accidentes en el lugar trabajo, o de trabajadoras retenidas, como Catarina Acosta. Estos casos los asesoran y, la mayoría de las veces, los acompañan legal y físicamente.

Un estudio realizado por CACEH reveló que las trabajadoras del hogar están expuestas a al menos 17 formas de violencia. El espectro de las agresiones psicológicas, físicas, emocionales, económicas, laborales y sexuales tiene varias manifestaciones.

La Procuraduría Federal de la Defensa del Trabajo (Profedet) o las procuradurías locales, las juntas locales de conciliación y arbitraje o los centros de conciliación —en los estados en los que ya entraron en vigor— son las instancias donde pueden denunciar algún conflicto laboral. El capítulo XIII de la LFT habla sobre las trabajadoras del hogar, en ese apartado se establecen sus derechos, como a firmar un contrato colectivo, un salario justo, tiempos de descanso, alimentación y trato digno.

Si el caso involucra delitos como la privación ilegal la libertad, deben presentar una denuncia en una agencia del Ministerio Público. Pueden también llamar al 911, el servicio que les proporcionarán en ese número de emergencias es el envío de una patrulla.  

Acá no vuelven

“No se puede ir”, “no la maltratamos, tiene demencia senil”, decía la empleadora a Angelina Hernández cuando se enteró el motivo de la visita. “Ya le dije a otros familiares suyos que la voy a llevar con ellos, pero cuando yo pueda”, “no tengo para pagar indemnización. Eso lo verán mis abogados, tengo dos”, “por mí llévatela, me quitas un problema”. 

“Yo le doy todo: No paga comida, ni luz, ni servicios, hasta la llevo al doctor”, “si te la llevas, de todo lo malo que tenga no me vengas a reclamar. Acá no vuelven”, “ustedes no se han portado bonito con nosotros, a muchas de ustedes les hemos dado trabajo en casa y hasta las mandamos a la escuela y al final, se van”.

Al escuchar el tono de la mujer, un hombre salió de la casa. Era su hermano y otro de los que crió Catarina Acosta. “Cata no es mi empleada, así que yo no voy a pagar”, “también vivo aquí”, “ella nada más me ha cuidado desde niño, y ya”, “yo le pagué el medicamento para lo de las cataratas”, “bueno, la operación la pagó ella, pero porque es su salud, no la mía”, “si no la dejamos salir es porque hay pandemia”.

Luego de más de dos horas de hablar y reclamar, sin permitir que Catarina se fuera, como era su voluntad, se les unió su madre, la primera empleadora. La  mujer tiene 90 años y era ella quien, según Catarina Acosta, la golpeó más de dos veces cuando ambas eran jóvenes, pero sólo una con poder. “Es una malagradecida”, “ay, pero si cuando iba a su pueblo yo le daba 1,000 pesos”, “¿y todas éstas vinieron por aquella?”, “todas son iguales”.

Después, optaron por llamar a uno de sus abogados, quien les aseguró que no tenían que pagar ninguna indemnización. Desde el teléfono en altavoz, le ordenó a Marcelina Bautista y a Angelina Hernández que presentaran una credencial de elector para que la empleadora les tomara una fotografía. Primero le aconsejó a su clienta “entregar a Catarina” en un juzgado cívico. Quizá su estrategia era para  amendrentar a las otras mujeres, pero Marcelina aceptó sin atemorizarse. 

Sin embargo, llevar ante un juzgado a una persona de 80 años que labora como trabajadora del hogar y que dice que ya no quiere estar en esa casa, quizá no era el mejor plan. La empleadora entró a la casa con el celular para hablar en privado con el abogado y al regresar les dijo que no irían al juzgado, pero tampoco ofreció una solución.

Catarina, en tanto, terminaba de juntar sus cosas. Su cuarto se encontraba en una parte de la casa a la que se llega bajando unas escaleras, una especie de sótano. Con mucho trabajo subía los escalones cargando unas cajas de cartón y una maleta de lona. Al verla, su sobrina intentó ayudarle, pero el hombre le impidió pasar. “No, Cata, no puede entrar porque es mi casa. Ni modo. Ah, y, Cata, esa maleta es mía, dámela”.  

Las sirenas alertaron a todos. Derrapando, se estacionaron dos patrullas afuera de la casa y de ambas descendieron varios policías con armas largas y se acercaron rápidamente a quienes estábamos afuera del domicilio, esperando que dejaran salir a Catarina. “¡No, no queríamos esto!”, dijo la empleadora en voz baja. La oficial a cargo se identificó y dijo que había acudido porque la dueña de esa casa denunció que varias personas querían entrar por la fuerza. “Pero veo que la situación es otra”, reclamó.

De inmediato, la empleadora intentó dar su versión de la historia, pero la oficial la interrimpió, "a ver, primero a la señora" y Cata se desahogó. "Nadie puede retener a otra persona por la fuerza, usted es libre", dijo la policía después de escuchar estas palabras de Catarina Acosta: “Yo sólo me quiero ir, señorita. No es justo, me maltratan y yo sólo me quiero ir”.

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