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Opinión

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El caso Lesvy: larga lucha por la verdad y la justicia

“Ya no tendrán la comodidad de nuestro silencio”, advirtió Araceli Osorio a las autoridades en junio de este año, en relación a la falta de política pública efectiva para prevenir y sancionar la violencia machista en nuestra ciudad. Alzar la voz fue, desde el 3 de mayo del 2017, el recurso de la madre de Lesvy Berlín para defender la memoria de su hija y exigir justicia. Al cabo de casi dos años y medio, su lucha por la verdad y la justicia está por culminar: el viernes pasado tres jueces del TSJ-CDMX, por unanimidad, declararon culpable del feminicidio de ésta a su entonces novio, Jorge Luis González. Tras esa audiencia, Osorio recalcó que lo que han buscado ella y quienes la acompañaron en este largo proceso “no es venganza, es justicia”.

Se alcanzará justicia más plena para Lesvy cuando, mañana, se dicte la sentencia contra el culpable, y cuando se determine la reparación del daño que corresponde. Esta sentencia no habría sido imaginable sin el empeño de Araceli Osorio, su familia y sus abogadas, acompañadas por organizaciones de derechos humanos, colectivas universitarias y académicas. Este logro prueba que unir voces y esfuerzos para buscar la verdad, hacer frente a la mentira institucional, sacar a la luz las irregularidades de la investigación y la falta de compromiso de funcionarios y funcionarias con la justicia pueden llevar al esclarecimiento de los hechos y, ojalá, a una sentencia acorde con la gravedad del crimen. En este sentido, el caso representa un avance significativo contra la impunidad y a favor de los derechos de las mujeres en México.

No todo puede ser alegría o satisfacción, sin embargo. Este caso también quedará como ejemplo de las prácticas retorcidas del sistema penal que obliga a las familias de las víctimas a recorrer un laberinto empedrado de mentiras, hipocresía, negligencia y suprema irresponsabilidad. No olvidemos que, desde que se encontró el cuerpo de Lesvy en el campus central de la UNAM, para muchas era evidente que se trataba (o podía tratarse) de un feminicidio, y muy grave, ya que el cadáver quedó expuesto en un espacio público, emblemático además. En vez de aplicar entonces el protocolo para investigar así el crimen, conforme a la sentencia de la SCJN acerca del asesinato de Mariana Lima (2015), la PGJ revictimizó a Lesvy en redes sociales y luego determinó que ella se había suicidado, hipótesis que pronto se demostró inverosímil.

Sordas a la versión de Araceli Osorio y a la indignación de la ciudadanía, en particular de jóvenes universitarias que se sintieron agraviadas y se fueron organizando pese al miedo, autoridades capitalinas, de seguridad, justicia y gobierno pretendieron engañarnos a todos con interpretaciones carentes de perspectiva de género y derechos humanos.

Como suele suceder, la familia y abogadas tuvieron acceso al expediente a cuentagotas y enfrentaron numerosos obstáculos. Ante la persistencia de Araceli Osorio, la PGJ se vio obligada a atribuir un mínimo de responsabilidad al culpable, acusándolo de homicidio simple, por no haber impedido el supuesto suicidio de Lesvy. Cinco meses después, la defensa de Lesvy logró la reclasificación del delito como feminicidio, pero sólo en abril del 2018 modificó su acusación la PGJ. En mayo, la CDHDF emitió la recomendación 1/2018 a la PGJ, SSP y TSJ por violación al derecho al debido proceso, al acceso a la justicia, a la dignidad, a la memoria y a la vida privada con perspectiva de derechos humanos. Ha pasado más de un año desde entonces. Demasiado tiempo, demasiado daño, demasiado desprecio por la verdad, la justicia y el dolor de la familia de Lesvy.

La lucha personal y colectiva de Araceli Osorio y muchas madres más continúa. Irinea Buendía, cuya hija fue asesinada en el 2010, todavía espera la sentencia contra el presunto culpable. En solidaridad con todas ellas, hagamos nuestra la pregunta y exigencia de Osorio: “¿Cuánto tiempo tenemos que esperar para que la justicia llegue para todas y cada una de las mujeres que fueron asesinadas en este país?”.

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Es profesora de literatura y género y crítica cultural. Doctora en literatura hispanoamericana por la Universidad de Chicago (1996), con maestría en historia por la misma Universidad (1988) y licenciatura en ciencias sociales (ITAM, 1986).

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