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Opinión

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El segundo momento de la modernidad mexicana

Comentamos en la entrega anterior, que el movimiento de Independencia surgido en la Nueva España a principios del siglo XIX, es asumido como la primera transformación histórica de México. Lo es, si consideramos que dicho proceso no sólo representa el reconocimiento de los derechos de los criollos frente a los peninsulares; es decir, de aquellos españoles avecindados en el continente americano frente a sus hijos, nacidos en él, sino sobre todo el reconocimiento de la ancestral raíz prehispánica, verdadero mosaico pluri étnico y multi cultural que se reconoció a sí mismo como mestizo, en su encrucijada con los variopintos europeos.

Es un primer momento del crisol mexicano, largamente añejado durante 300 años de coloniaje, en donde se combatió como herejía la tradición cultural prehispánica y se impusieron las instituciones feudales a fe de herraje sobre el ganado. El derecho de pernada, la tienda de raya, el latifundismo y la catequización católica, aupados en la encomienda, representaban la gran afrenta de cuyos grilletes llamaban a librarse a los peones acasillados aquellos líderes que, al decir de Issac Newton sobre su portentoso aporte a la ciencia, se pararon sobre los hombros de gigantes.

Los líderes insurgentes cumplieron el objetivo de consumar la independencia del territorio novohispano con la mira de la América septentrional y en coyuntural acuerdo con los herederos de la Corona. Fue por ello que el surgimiento de la nueva nación independiente se dio con la forma de una monarquía, cuya propia definición iba a contrapelo de la esencia de la lucha independentista. Un régimen monárquico se basa en la lógica de un soberano de quien dimana la ley, aún con la creación de un parlamento.

Sin embargo, la Revolución francesa había abierto ya el camino del parlamentarismo y del republicanismo como formas modernas de organización política, sobre la base del reconocimiento de los derechos de los hombres y de los ciudadanos y redefiniendo el concepto de soberanía, cuya nueva matriz sería el pueblo.  En el continente americano se establecía al mismo tiempo la primera república del mundo moderno: los llamados Estados Unidos de América.

En esas fuentes de inspiración abrevaron aquellos líderes definidos como Insurgentes. Con sendos ejemplos se formaron las jóvenes generaciones de líderes para continuar aquella obra de construcción nacional y se confrontaron las principales tesis. Tras la consumación  de la independencia, aquella primer batalla la ganó el republicanismo, al tiempo de buscar al federalismo como su mejor esquema de organización política y administrativa.

El imperio español no reconoció a la República mexicana sino hasta 1836, cuando las tensiones internas y los impulsos expansionistas de la república del norte amenazaban con fracturar el extenso territorio todavía desarticulado y en condiciones de escaso desarrollo económico y social. La implantación de la república centralista atizó dos décadas de lucha política entre el denominado bando liberal que propugnaba el federalismo y el conservador impulsor del centralismo, grosso modo.

En ese contexto e inspirados en las doctrinas republicanas más radicales, como la de la separación de Poderes, se inicia el periodo que se define como Reforma, por sustentarse en una serie de iniciativas de reformas constitucionales que redefinieron el perfil de México, finalmente, como una república federal y establecieron la separación del poder eclesiástico y el político, poniendo a México como una nación verdaderamente avanzada y moderna en el siglo XIX.

Ese es el sentido de las denominadas Leyes de Reforma, cuyas plumas ilustradas llevan la firma de José María Lafragua, Miguel Lerdo de Tejada, Melchor Ocampo y Benito Juárez. Hay que decir que ese momento histórico también contó con la inestimable oposición de ilustres pensadores como Lucas Alamán, Nicolás Bravo y Anastasio Bustamante; éste último fue quien traicionaría y ordenaría ejecutar a Vicente Guerrero.

Este segundo momento de transformaciones profundas es el que se define por la consolidación del republicanismo que vencerá de una vez por todas a los intentos de establecer un régimen monárquico en México y hacer del federalismo la forma de organizar la estructura administrativa del país, pero sobre todo por el perfil liberal de sus instituciones y el laicismo sustentado en la separación de la iglesia y el estado.

El establecimiento de la Constitución de 1857 le daría sustento legal a dicho empeño, pero la aplicación de la ley será, a partir de entonces, la tónica de las profundas desavenencias entre los mexicanos.

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Licenciado en Sociología Política, egresado de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), Doctor en Historia Internacional por la London School of Economics and Political Science (LSE).

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